El Museo del Prado apuesta por el realismo escultórico policromado y religioso en tiempos de IA
La extraordinaria muestra "Darse color. Escultura y pintura en el Siglo de Oro" reflexiona sobre el éxito de esta disciplina artística barroca y su complementariedad con la pintura
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"Que así la pintura como la escultura, dándose las manos, componen un prodigioso espectáculo", citaba el teórico Antonio Palomino para elogiar la escultura del Cristo del Perdón, tallada por Manuel Pereira y policromada por Francisco Camilo. Como si de un pacto desinteresado y secreto, invisible y hermoso, entre dos ramas artísticas distintas pero hermanadas se tratase, Palomino dibujaba argumentalmente un gesto, el de encontrarse en la ternura de lo conciliado, que ahora se convierte en el eje vertebrador principal de la nueva propuesta expositiva del Museo del Prado.
Desde el mundo grecolatino, la representación escultórica se entendió como una necesidad irrenunciable y la divinidad se hacía presente a través de su imagen corpórea, protectora y sanadora, que aumentaba su veracidad cuando se cubría de color, atributo esencial de la vida frente a la palidez inanimada de la muerte.
"La escultura es un cuerpo muerto si no tiene color, es un cadáver", señalaba esta mañana durante la presentación Manuel Arias, jefe de Departamento de Escultura del Museo del Prado y comisario de una muestra, "Darse la mano", que tiene mucho de fraternidad anticipada, de espectacularidad visual, de oasis extemporáneo y de vindicación del color en una época como la actual barrida por el blanco y negro.
Pero también de celebración colectiva de lo balsámico que resulta poder acudir al realismo de las tallas sagradas y al origen de los materiales primarios de la creación con las manos, en mitad de esta proliferación completamente abrasiva de imágenes falseadas, intoxicadas y tramposas en donde cuesta averiguar si están intervenidas por la inteligencia artificial o por la parte más artificial de la inteligencia.
Entendida como una suerte de persuasión acentuada, la corporeidad de la escultura propiciaba una correspondencia directa y natural con la realidad y al mismo tiempo dotaba a lo divino de una apariencia tangible y humana, que se hacía más creíble a través de una gestualidad imposible de apreciar en la foto indexada del Papa Francisco con un abrigo de plumas. La literatura devota quiso que las imágenes más famosas hablaran, se movieran, cambiaran su tonalidad, se entristecieran o llorasen; en definitiva, que establecieran una comunicación directa con el fiel, como si estuvieran realmente vivas, como si fueran de verdad.
Desde la Antigüedad, el color fue incorporado al volumen tanto mediante el uso de materiales de diverso cromatismo como aplicando pigmentos directamente sobre las superficies y ambas posibilidades confluirían en el mundo hispánico de la Edad Moderna, donde, con la madera como protagonista, los postizos convivieron con refinadas labores de policromía.
Esa unión cuasi milagrosa de escultura y color no solo logró entonces elevadas cotas de excelencia, sino que potenció la eficacia devocional de las imágenes. De esta forma, casi un centenar de obras (entre las que se encuentran cinco esculturas muy importantes, recientemente adquiridas por el museo y que se muestran al público por primera vez) de maestros como Gaspar Becerra, Alonso Berruguete, Gregorio Fernández, Damián Forment, Juan de Juni, Francisco Salzillo o maestras como Luisa Roldán, conviven y dialogan en una exposición que podrá visitarse hasta el 2 de marzo del próximo año en las salas A y B del edificio Jerónimos. La muestra incluye hasta un paso procesional, "Sed tengo", de Gregorio Fernández. Es tal el baño de veracidad, alumbramiento y poder iconográfico ofrecido que por un momento, dan hasta ganas de creer en Dios.