Mundial de Italia, 1934: «Vencer o morir»
Benito Mussolini quería demostrar la superioridad racial de la Italia fascista a través de esta competición, del que fueron anfitriones y, finalmente, campeones
Madrid Creada:
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«Ha llegado un telegrama del Duce», dijo Meazza, el capitán de la selección italiana de fútbol. Los jugadores se arremolinaron alrededor del jefe de la Azzurra. «¿Qué dice?», preguntó Ferraris IV (de baño). Meazza desdobló el papel azul, tragó saliva, y leyó en voz baja. «¿Podés hablar más alto?», sugirió el argentino Enrique Guaita, goleador nacionalizado in extremis para ganar el Mundial de 1934. La Italia fascista quería demostrar su superioridad racial con una selección llena de extranjeros, como el brasileño Guarisi y los argentinos Raimundo Orsi, Attilio De María, Luis Monti y el propio Guaita. Eran los «oriundos».
«Vencer o morir, dice… Vencer o morir», repitió Meazza mirando fijamente una pelota. «¿Qué quiere decir?», dijo un defensa. «Que nos va a invitar al Palacio Venecia a una fiesta con velinas y lambrusco si perdemos… ¿Estás tonto? ¿Qué va a ser?», repuso otro. Se hizo el silencio en el vestuario. En ese momento entró Vittorio Pozzo (poco profundo), con una corbata a medio pecho y la mano en la cadera. «No os preocupéis –dijo–, he hablado con el jefe de los árbitros. Un tal Negreirini. Me ha hecho unos informes ‘‘boccato di cardinale’’ sobre los colegiados. Además, ya sabéis que el Duce cena con el árbitro el día antes del encuentro». Los jugadores refunfuñaron. «Mister, ¿quiere decir que ganamos por 7 a 1 a Estados Unidos haciendo trampas?», preguntó Meazza en nombre de todos. «Ahora entiendo por qué se quejaron los españoles», se escuchó al fondo.
En el estadio Giovanni Berta de Florencia se habían enfrentado las dos escuadras. Un Italia-España en la cumbre. Fue el 31 de mayo de 1934. Sobre el terreno, los aguerridos jugadores de Ricardo Zamora, Quincoces y Ciriaco, que venían de destrozar a Brasil por 3-1, velaban armas a la vista del enemigo. Cuando pitó el árbitro belga Louis Baert empezó la batalla. Los golpes y empujones se sucedían sin más, como gotas de agua en la lluvia, hasta que Regueiro, del Madrid C.F., recibió en la frontal del área y batió al guardameta por su diestra.
Meter un gol al fascismo por la derecha no sentó bien a los de Meazza, que pasaron a repartir patadas mientras el belga contaba nubes. Ferrari hizo una carrera desde boxes y empató. El árbitro, que había quedado con Mussolini, pitó el final del partido, y quedaron para el día siguiente. El parte de bajas entre la tropa española era para enternecer el corazón de cualquier sargento de artillería. Siete heridos, y entre ellos Ricardo Zamora. Repitieron el partido el 1 de junio, y el árbitro, René Mercet, bien untado por Negreirini, anuló dos goles a España y dio validez a uno de Italia. Así se escribe la historia del Dream Team del tiki-taka italiano.
Ahora la Azzurra estaba en la final del campeonato mundial, jugándose la vida con Checoslovaquia. Era el 10 de junio de 1934. Estaban en el descanso. Iban cero a cero. El estadio estaba abarrotado. 45.000 espectadores que habían hecho el saludo romano al inicio del encuentro y esperaban un triunfo racial, definitivo, ordinal. Esto no podía quedar así. Los jugadores italianos se refrescaban en el vestuario cuando entró el Duce. Bueno, primero entró su barbilla. «¡¡Italianos!! –gritó–. Es hora de vencer o morir». Mussolini iba con un traje blanco brillante, y tocado con un gorra del mismo color. El contraste con su piel morena le hacía parecer un maitre de crucero de solteros. Nadie se atrevió a hablar. El dictador se acercó a Vittorio Pozzo (ahora seco), le cogió del hombro, acercó su barbilla, y dijo sonriente y en voz baja: «Usted es el único responsable del éxito, pero que Dios le ayude si llega a fracasar». Tras la arenga, el Duce giró sobre sus tacones, y desapareció.
Salieron al campo y recibieron un gol checo. El árbitro suizo no había quedado contento en la cena con Mussolini, y decidió ser neutral. El tiempo acababa. El fascismo empezó a impacientarse. A la guardia de Mussolini no le llegaba la camisa negra al cuello. ¿Para eso habían organizado un mundial? ¡Pero si a don Benito no le gustaba el fútbol! Tenían preparada para el triunfador, además, un Copa del Duce, un trofeo seis veces más grande que la original, más o menos del tamaño del mismísimo Mussolini. La gente empezó a corear «A por ellos, oe» y Orsi empató, para luego, en el 96, meter Schiavio el gol de la victoria de la Italia fascista. Al terminar, un periodista se acercó a Monti, nacionalizado por el Duce, y escuchó: «En el Mundial de 1930 recibí amenazas si mi Argentina derrotaba a Uruguay; cuatro años después las amenazas eran de muerte si no era capaz de ganar con Italia la final contra Checoslovaquia».