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Juan, el señor de Lepe que fue rey de Inglaterra por un día

Se ganó la confianza de Enrique VII hasta el punto de apostarse el reinar en sus tierras. Por supuesto que venció; y lo siguiente, ya es historia...
Retrato de Enrique VII de Inglaterra, con el que Juan de Lepe entabló una gran amistad
Retrato de Enrique VII de Inglaterra, con el que Juan de Lepe entabló una gran amistadLa Razón

Madrid Creada:

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«Cuéntanos algo, tío Juan», dijo uno de los críos que le rodeaban. «Repite eso de que fuiste rey de Inglaterra», pidió otro. «Of course, chiquillo, of course», contestó. Así era Lepe en el año del Señor de 1509. Sin más distracción nocturna, los chicos se arremolinaban casi cada noche alrededor de aquel hombre que había surcado los mares, visitado tierras extrañas, hablado el idioma de los Tudor, reinado sobre los ingleses y, al fin, había regresado rico a su tierra. Los niños habían oído la historia mil veces, pero sus palabras les transportaban a mundos de fantasía.
«Los mapas no mienten, chicos. Tenía razón el Beato de Liébana. El mar está lleno de monstruos. Vi un cangrejo tan grande como una iglesia. Un pez con un hombre dentro, barbudo, vestido con harapos, que nos pedía auxilio. También nos cruzamos con algo que parecía una ballena con dos grandes cuernos. Nos persiguió. Me encomendé a Nuestra Santa María La Bella. Creí que no saldría vivo del viaje».
Las llamas de la fogata acariciaban el cielo de la noche. Las sombras parecían ánimas que escuchaban a escondidas. «Mi padre dice que exageras, tío Juan», soltó uno con vergüenza, a media voz. «Es posible, boy, es posible. He vivido tantas aventuras que a veces no distingo el sueño de la vigilia. Porque tengo pesadillas...», dramatizó bajando la mirada. «Sigue, sigue», imploraron otros a coro. Juan era alto, fuerte, con las manos callosas. Vestía como un hombre acomodado. Sus modales eran a veces los de un cortesano. Tenía la tranquilidad del que ha pasado una vida intensa y guarda dinero para llegar al final de sus días.
«Atravesamos los mares hasta que vimos la costa de Inglaterra». «¿Y los piratas?», preguntó un chaval con los ojos encendidos. «Nuestro miedo era encontrarnos con el terrible Didrik Pinning. Es grande como un oso, fuerte como un buey, rubio como el oro. La barba le llega a la cintura. Lleva tres espadas. Una, a la espalda. Su tripulación... bueno, esto no debería decirlo». «Sí, sí, sí», gritó la chiquillería. «Su tripulación abre el cráneo a los prisioneros, y los tiran al mar para que se los coman los monstruos». Dos chicos se abrazaron y se hizo el silencio.
«Desembarcamos en Sutton Pool, en Plymouth, en el condado de Devon, a 62 leguas de Londres», siguió Juan. «La semana pasada dijiste que fue en Bristol...», alertó un chico torciendo la cabeza. «Y antes de eso contaste que llegaste a Southampton», apuntó otro. «Puede ser, puede ser, pero la verdad es que entramos por el río Támesis. Pasamos por la fortaleza de Winchelsea y luego, a golpe de remo, fuimos por el canal del Rey hasta que vimos Londres».
«Cuando desembarcamos la gente empezó a gritar. Qué chillidos de terror. Las mujeres se escondían. Los hombres se armaban. Las gallinas volaban, bueno, saltaban», contó Juan aleteando con las manos. «Los ingleses todavía recordaban a las tropas de Fernán Sánchez de Tovar, que llegaron hasta el corazón de Inglaterra a sangre y fuego. Nosotros solo íbamos a comerciar. Llevábamos toneles y toneles de vino. Y así conocí al rey», sentenció Juan con una sonrisa. «Nos hicimos amigos. Tenía un montón de hijos. Siete conté. El palacio era enorme, pero modesto, húmedo y triste. Habían pasado una guerra. La guerra de las rosas. Demasiada sangre, chicos. Así que cuando llegué yo, un tipo de Lepe, Enrique VII lo que quería era divertirse».
«Le contaba mis historias de aquí, algunas inventadas, y cantaba todo lo que se me ocurría. Jugábamos a las cartas y al ajedrez. Le dejaba ganar, aunque no fácilmente, para que no se diera cuenta». «Y ganaste, verdad, tío Juan, ganaste», dijo un chico esperando lo obvio. «Un día, ya amostazado, cuando se reía de mí como un bravucón, le hice una gran apuesta. Tu reino a la carta mayor, eh, Henry the 7th, le dije, porque así le llamaba. ¿No te atreves a jugarte tu tierra por un solo día, tú, todo un rey, con este pobre lepero? Y aceptó. Y perdió. Y reiné», concluyó Juan. «Pero cuenta más...». «Viví ese día como un rey. Llené mis arcas. Bauticé un pueblo de la costa con el nombre más bonito del mundo: Lepe. Y al final del día, ya agotado, porque reinar cansa mucho niños, Henry me regaló una corona. Esta», dijo Juan sacándola de debajo de su jubón. «Oh», dijeron todos los críos como si no la hubieran visto antes. «¿Qué vas a hacer con tus tesoros, tío Juan?», preguntó uno. «Pues voy a arreglar el convento de Santa María La Bella, sin cuya protección no me habría librado de los monstruos marinos». Y así fue.