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Servir y parir: el destino de las mujeres en el Siglo de Oro

Las féminas de los años cervantinos vivían presas tras los muros del hogar paterno, y no solo en esa época. Sandra Aza, autora de 'Estirpe de sangre', nos lo relata en este documentado artículo
'La dama del abanico', pintada por Diego Velázquez
'La dama del abanico', pintada por Diego Velázquez
La Razón
  • Licenciada por la Universidad Complutense de Madrid, Sandra Aza es una abogada que, tras ejercer el Derecho durante años, colgó la toga para partir rumbo a la conquista de un sueño: escribir una novela que, de un lado, rindiese homenaje a Madrid y su historia, y, de otro lado, describiese un procedimiento inquisitorial desde una perspectiva objetiva. Tras aprobar dos oposiciones en la Comunidad de Madrid, se sumió en un intenso período de documentación e investigación histórica, fruto del cual nace Libelo de sangre.

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Discriminación y agravio son los adjetivos que mejor encajan en la opresiva horma donde se confinó a las mujeres cuando el monoteísmo desbancó a otros credos que las veneraban, pues equiparaban su fertilidad a la de la tierra, a la de la Gran Madre: la Naturaleza. En aquellas culturas adoradoras de más diosas que dioses, las mujeres eran fuente de vida y, como tales, reverenciadas. Nadie las forzaba a casarse con quien no querían, ni las denostaba, maltrataba o ninguneaba.
El judaísmo fue la primera religión que nos arrebató la capacidad de dar vida para atribuírsela a Yahvé. Luego Jesucristo y Mahoma remataron la faena y terminaron de convencer al mundo de que ni Dios ni Alá llevaban falda. Así, diosas milenarias como la Ixchel maya, Astarté de Fenicia, la Isis egipcia, Hepat en Babilonia, la Shakti de los hinduistas y tantas otras representaciones divinas de la Gran Madre cayeron en el oscuro limbo de Eva, la imprudente mema que, tras morder la manzana, convirtió el Paraíso en un valle de lágrimas. Aquella triada de deidades con barba (Yahvé, Alá y Dios) gestó una dictadura patriarcal en la que el hombre subió del suelo al cielo y la mujer devino en la encarnación de la imbecilidad supina, pues así se bautizó al sexo femenino: imbecillitas sexus.
"Sepa una mujer hilar y coser; no necesita saber gramática"Calderón de la Barca
A raíz de esa supuesta estulticia inherente a la mujer por el simple hecho de serlo, esta quedó sometida al varón por los siglos de los siglos, incluido el que da título y origen a estas letras: el Siglo de Oro. Las féminas de la época cervantina, fueran de rango adinerado o adocenado, vivían presas tras los muros del hogar paterno hasta que llegase el momento de fundar el propio junto a un esposo más impuesto que apetecido, porque a menudo sus padres lo elegían y ellas lo sufrían. Su existencia se reducía a callar, obedecer y alumbrar varones, pues, mientras los hijos recibían dotes, las hijas debían ofrecerlas y, cuanto más feas, más caro resultaba «colocarlas». De ahí lo de «mejor hija nacida muerta que tuerta», gentil proverbio que desvirtúa la sabiduría del refranero popular.
Así las cosas, las mujeres no servían para mucho. Eso opinaban los grandes pensadores (todos hombres, huelga añadir) no solo del Siglo de Oro, sino también de otros menos áureos pero igual de cuestionables en lo que a prejuicios sexistas se refiere. La élite filosofal y cultural ha vituperado la condición femenina a placer desde tiempos pretéritos cuando excelsos, como Pitágoras, afirmaban que «hay un principio bueno, creador del orden, la luz y el hombre, y uno malo, origen del caos, las tinieblas y la mujer»; Platón opinaba que «los hombres malos en una vida son castigados naciendo mujeres en la siguiente»; o Confucio, que sentenciaba que «tal es la estupidez de la mujer que mejor que obedezca al marido»; hasta los más actuales Ortega y Gasset («sentir es de mujeres; saber, de hombres»), Freud («carecer de pene traumatiza a las niñas porque se creen incompletas»), Flaubert («la mujer es un animal vulgar»), Nietzsche («cuando una mujer quiere aprender, algo le falla») o Jardiel Poncela («la mujer es un cerebro embrionario perturbado por el histerismo»); pasando por Calderón de la Barca («sepa una mujer hilar y coser; no necesita saber gramática»), Quevedo («sabandijas perniabiertas solo comestibles de medio abajo»), Erasmo («la mujer es un animal inepto aunque agradable y gracioso») o Lutero («Dios creo a Adán. Luego vino Eva y lo estropeó todo»).
"Sabandijas perniabiertas solo comestibles de medio abajo"Quevedo
Con semejantes lindezas cimentando la pirámide social desde que la divinidad se puso pantalón, el día a día de una mujer en el Siglo de Oro transcurría cuesta arriba. Conservar la autoestima y hasta la vida en una sociedad donde denigrar, pegar e incluso matar a la esposa estaba legalmente bendecido resultaba heroico. Y que ninguna osara salirse del sistema porque ir por libre implicaba nadar contra la corriente de un río muy peligroso. La viuda, soltera o indigente reacia a aceptar el yugo masculino, o era rara, o era puta, tachas ambas susceptibles de atar en corto bien con cilicios de convento o con cadenas de prisión. Hasta para pedir limosna el hombre llevaba las de ganar: ellos podían mendigar, pero la mujer que cometiera tamaña «indecencia» terminaba entre rejas por descarriada y sinvergüenza.
Servir y parir. Para eso venía al mundo la mujer. Al menos, las aristócratas. Porque las de cuna humilde también trabajaban en el negocio del marido, por supuesto sin contrato ni salario y siempre ocultas tras el celo asfixiante y agresivo de este. Asfixiante porque aquel régimen de sumisión sin tregua y laborío sin derechos no tenía vías de escape. Agresivo porque el esposo podía por ley escarmentar a la parienta sacando a pasear la mano, la pierna y hasta el cinturón. Estas conductas menudeaban tanto que forjaron eso de «a la mujer y a la burra, cada día zurra». Insisto en que la sapiencia del refranero hace aguas por más de una grieta.
En el siglo XVII las mujeres no podían ser testigos ni de testamentos ni de juicios, otorgar fianzas, comerciar con bienes o ejercer oficios intelectualmente incompatibles con su «innata idiotez». Para colmo, los tribunales solían tratarlas peor que a los hombres en ciertas cuestiones como el adulterio. El del esposo solo se castigaba si este instalaba a la amante en el domicilio conyugal; de lo contrario, el devaneo se aceptaba legal y socialmente e incluso provocaba jactanciosas socarronerías a propósito de la revoltosa virilidad del interfecto. Mientras, la esposa debía resignarse a la cornamenta y que no se le ocurriera echar una cana al aire porque, entonces, tocarían a rebato para ella. De sorprenderla el marido in fraganti, podía matarla sin más y, si solo sospechaba, podía demandarla y obtener una sentencia que oscilaba entre la lapidación, la hoguera o la horca. Y no crea el lector que esto mejoró con los años. Según el código penal de 1944, el marido que asesinase a la esposa adúltera era desterrado, pero la mujer culpable de lo mismo sufría, o 30 años de prisión, o la pena capital. La diferencia brilla como candela en la noche, pues parece menos severo enviar al delincuente al extranjero que al camposanto. Y no fue hasta 1981 que se suprimió del código Civil la obediencia debida al marido o la facultad de este de elegir el domicilio conyugal.
Descaradas, chillonas, lloronas, débiles, necias, inestables, caprichosas, charlatanas, de fácil gastar y mucho pedir, inmorales… Así nos han retratado calendario tras calendario. Grandes gestas de muchas mujeres han sido barridas y metidas bajo la alfombra del silencio. Nos arrebataron las glorias y también las memorias. Lope de Vega, Velázquez, Gonzalo Fernández de Córdoba..., nombres masculinos cuya fama ha eclipsado otros femeninos merecedores también de algún capítulo en la Historia: Ana Caro o María Zayas, reputadas escritoras del Siglo de Oro; Sofonisba Anguissola, pintora de Felipe II; Catalina de Erauso, artífice de grandes hazañas bélicas; María Quiñones, la auténtica impresora del Quijote, honor adjudicado a su esposo Juan de la Cuesta porque las mujeres impresoras no podían firmar sus trabajos... Y tantas otras que han sufrido las hieles del anonimato mientras los hombres degustaban las mieles de unos aplausos nunca compartidos con sus coetáneas.
Según el judaísmo, antes que a Eva, Dios creo a Lilith y lo hizo igual que a Adán: a su imagen y semejanza. Lilith estaba, pues, a idéntica altura que Adán, porque no nació de él, sino con él. Al parecer, Lilith consideraba una sumisión inaceptable yacer debajo de Adán y, cuando este trató de obligarla, se marchó dejando en su lugar a una Eva dócil y obediente. La biblia hebrea convirtió entonces a Lilith en una diabla que roba el semen de los hombres mientras duermen para engendrar demonios. Incluso insinúa que se disfrazó de serpiente para embaucar a Eva con la manzana prohibida.
Dicen que el machismo es el miedo de los hombres a las mujeres sin miedo. A lo largo de los siglos, un sinfín de liliths valientes y bravías lucharon por una igualdad utópica e inalcanzable. Todas levantaron la cabeza en lugar de hincar rodilla y todas sufrieron las consecuencias. A ellas debemos nuestra actual libertad y por ellas hemos de rescatar sus nombres del olvido para devolverles las glorias y las memorias que nunca debieron perder. Hubo muchas; tantas que enumerarlas supera los límites de esta crónica. Sirvan las aquí mencionadas de ejemplo y como ejemplo de un saber vivir y, en no pocos casos, de un saber morir.
  • 'Estirpe de sangre' (Planeta), de Sandra Aza, 776 páginas, 23,90 euros.