Cuando los esquimales llegaron a Madrid
En 1900, siguiendo una costumbre que hoy supondría un escándalo, un grupo de inuit fueron exhibidos ante los viandantes madrileños como si de un zoológico humano se tratase. Esta es la crónica
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Cogió el tranvía para subir por el Paseo de San Vicente. Tenía suerte. Iba a ver gratis a los esquimales. Costaba una peseta. Un dineral. Todo lo pagaba «La Ilustración Española y Americana». Alejandro, el cuñado del propietario y ahora director, se lo había dejado bien claro. «Cuenca, de ti depende que la revista sobreviva», le había dicho. A Carlos Luis le llamaban «Cuenca» por su apellido. Eso le había generado algún mal entendido y no pocas chanzas. Quien no pensaba que era conquense le llamaba «Colgado». Sí, como las puñeteras casas. «¡Eh, Colgado! ¡Colgado!», oyó por la ventanilla del «canario», el tranvía amarillo que a duras penas subía la cuesta. Era Amador, el fotógrafo de la casa, que iba sujeto a la barandilla con su trípode y la cámara. «Estamos llegando a la Puerta del Sol. Espabila».
Hacía fresco aquel día 10 de marzo del año 1900. Cogieron otro tranvía hasta la Plaza de la Independencia. «Esto de los coches eléctricos es de una modernidad que espanta –pensó Cuenca–. Mucho mejor que cuando los tranvías eran tirados por mulas y caballos, que iban dejando las calles llenas de…». «¡Colgado, despierta, que nos bajamos ya!», dijo Amador.
Llegaron al Jardín del Buen Retiro. Allí estaban las siete familias de esquimales, todos con sus abrigos, en casas construidas con pieles de foca y huesos de ballena. La gente se agolpaba alrededor. Cuenca se metió entre el público a escuchar. «¡¡Churros!!», le gritó un vendedor al oído. Del susto empujó a una vieja. «¿No quiere un churro? Están calentitos», dijo un hombre que llevaba una ristra ensortijada sobre un canasto. «¿Pero no ve que estoy trabajando, hombre de Dios?», preguntó el periodista. Al otro lado, Amador colocó el trípode y enfocó en dirección a dos esquimales aburridos que manejaban un látigo. Tenían la habilidad de recoger con la cuerda las monedas que les lanzaban. «Perfecto. Qué encuadre», pensó. De pronto la cabeza de un niño con los ojos muy abiertos ocupó el objetivo. «¿Te quieres quitar, niño? ¿Dónde está tu madre?».
La progenitora había salido corriendo para seguir al rebaño de espectadores. En el estanque iba a comenzar la carrera de kayak entre esquimales. El premio para el vencedor era tabaco. A la gente le hacía gracia ver con un puro en la boca a aquellos hombres de cara arrugada y morena, de apenas metro y medio de altura. Lo de los zoos humanos era mucho más entretenido que la Casa de Fieras, con ese oso dando vueltas que mareaba. Aunque hay que confesar que los paseos del cocodrilo, atado con una correa, y el baño de Pizarro, la elefanta, tenían su aquel. El interés antropológico de la exhibición tribal era enorme, o eso había dicho el empresario que paseaba a los esquimales desde Chicago a Londres, hasta que recalaron en Madrid antes de marchar a la Exposición Universal en París.
[[H2:«Mejor que la exhibición de los negros»]]
«¡¡Es una farsa!!», se oyó. El público se volvió. Era un hombre bajito tocado con un sombrero de paja. Lucía un bigote a lo Bismarck. «Es gente disfrazada. Seguro que ese de ahí –dijo señalando a un esquimal con un puro– se llama Paco y viene de Carabanchel de Abajo». «¿Y usted quién es, a ver?», espetó una señora. «Soy antropólogo de la Real Sociedad Española de Historia Natural», anunció erguido sobre sus puntillas. «Bah, cállese, que están comiendo pescado crudo», soltó un mozo.
Amador no dejaba de hacer fotos esquivando a los espectadores. Una, preparando a los perros para enganchar en los trineos. Otra, delante de un iglú y una casa de pieles. Cuenca tomaba nota. «Esta exhibición es más interesante que la de los negros», comentaban. «Sí, la de los ashanti, hace tres años. Yo estuve». «Mi abuela me dijo que mordían». «¿Morderte a ti? Qué mal gusto», rio otro. «Yo toqué a uno», anunció orgullosa una mujer. «La mejor fue la de los filipinos. Hasta los recibió la Chata en el Palacio Real». «¡¡¡Churros!!! ¡¡¡Traigo churros!!!».
Suficiente. Luis Carlos de Cuenca, más conocido como «Colgado», decidió volver a la redacción. «Ahí te quedas, Amador. Me piro». Cogió el tranvía. Aprovechó para repasar sus notas. «Vienen de la península del Labrador. Son treinta esquimales. El jefe de la tribu se llama Majutek, o Montejuk… no me acuerdo, pero tenía la pinta de senador vitalicio o de sereno gallego. Son siete familias. Una pareja se va a casar. Un churrero es obligado a tragarse una cesta llena de churros». Miró por la ventanilla y pensó que era más feliz cuando escribió aquella comedia en un acto, «De Madrid a la Luna». Qué tiempos.