El avión, o cómo volar sin romperse la crisma
Es un sueño que ha acompañado al hombre desde la Antigüedad. Aunque los primeros intentos datan del Medievo, no fue hasta principios del siglo XX cuando se inventen los aeroplanos
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La idea de volar parece que siempre ha seducido al hombre. En la mitología griega Ícaro, hijo del arquitecto Dédalo, el constructor del laberinto de Creta y una esclava de nombre Náucrate, fueron los primeros hombres voladores. Retenidos ambos en la isla de Creta por el rey Minos, deciden escapar de la isla en secreto utilizando el aire, ya que Minos controlaba las aguas y la tierra. Dédalo unió plumas entre sí con un hilo y con cera dándole al conjunto la forma de las alas de un pájaro. Las alas servían para alzar el vuelo, por lo que enseñó a su hijo a volar con una sola advertencia: no acercarse al sol para evitar que se derritiese la cera y las plumas se desprendiesen. Sin obedecer los consejos de su padre, Ícaro ascendió hacia el sol, precipitándose a algún punto del mar Egeo. No iba muy desencaminado Dédalo con la recolección de plumas y la observación del vuelo de las aves. Este sistema inspiró a otros sabios para la construcción de las máquinas voladoras como el sabio andalusí Ibn Firnás ( 810-887), nacido en una familia de origen beréber cuyos antepasados participaron en la conquista de al-Andalus. Había estudiado química, física y astronomía. Sus aptitudes en el campo de la poesía y su habilidad en astrología le permitieron introducirse en la corte de Abd ar-Rhaman II (822-852), donde enseñó poesía. En 852, cuando tenía 40 años, construyó el primer planeador de transporte humano, un paracaídas que probó tirándose de una torre de Córdoba manteniéndose en el aire durante varios segundos, antes de perder el control y estrellarse contra unos árboles sufriendo heridas leves. La idea de volar se mantuvo fija en su cabeza. En el 875, cuando contaba con 65 años, se hizo construir unas alas de madera forradas con tela de seda adornadas con plumas de rapaces y se lanzó de nuevo desde una torre manteniéndose en el aire. En el aterrizaje se fracturó las piernas pero no se mató.
Pero no fue el andalusí el único sabio con aspiraciones áreas. En otro punto geográfico, en las islas Británicas, Eilmer, un monje de la Abadía de Malmesbury, fue conocido como el monje volador. En la abadía había estudiado matemáticas y astronomía como menciona William de Malmesbury, en su libro «De Gestis Regum Anglorum», en 1125. Eilmer había creído como cierta la historia de Ícaro y Dédalo y se hizo construir en 1010 una estructura de madera en la que pudiese colocar sus brazos y con ese rudimentario planeador saltó desde la torre de la abadía volando unos doscientos metros antes de aterrizar y fracturarse las piernas. Después de eso, pensó que podría realizar un mejor aterrizaje si equipaba a su planeador con una cola pero el abad le disuadió para que dejara de arriesgar su vida con sus experimentos.
Tendrían que pasar casi 500 años para que otro sabio interesado en la astronomía, matemáticas, la botánica, la zoología, la ingeniería, la arquitectura, y el urbanismo entre otros saberes tratase de acercarse a los mecanismos del vuelo. Leonardo Da Vinci (1452-1519) observaba fascinado el vuelo autónomo de las aves, dejando detalladas notas sobre la fisionomía de los pájaros en el «Codice sul volo degli ucceli» (1505). Da Vinci ideó fabulosas máquinas voladoras. En los archivos de París se conservan bocetos de artilugios pensados para que los pilotos pudiesen impulsarse acostados o en perpendicular, con la ayuda de sus brazos o la fuerza de las piernas. Algunos de los diseños de Leonardo son similares a los parapentes, otros parecen gigantescos murciélagos como la máquina voladora e incluso hay un bosquejo de «tornillo aéreo» que recuerda a los helicópteros modernos. A pesar de la tecnología e imaginación empleada en sus diseños, Da Vinci no está considerado como uno de los padres de la aeronáutica. Hay que esperar a principios del siglo XX para que el primer aeroplano el Flyer I fuese capaz de mantenerse en el aire impulsado por una catapulta. En 1906, los Estados Unidos de América concedieron la patente N.º 821.393 a la máquina voladora de Wilber y Orville Wright. En 1906, el brasileño Santos Dumont fue el primer hombre en despegar a bordo de un avión impulsado por un motor aeronáutico. Tras la Primera Guerra Mundial, los ingenieros entendieron que el rendimiento de la hélice tenía su límite y comenzaron a buscar un nuevo método de propulsión para alcanzar mayores velocidades. En 1930, Frank Whittle patenta sus primeros motores de turbina de compresor centrífugo y Hans von Ohain hace lo propio en 1935 con sus motores de compresor axial de turbina. En Alemania, el 27 de agosto de 1939 despega el Heinkel He 178 con un motor de Ohain, realizando el primer vuelo a reacción pura de la historia.