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Las hogueras de la herejía en la Alta Edad Media

Durante el Medievo, el fervor de los predicadores itinerantes anhelantes de reformas en el seno de la Iglesia promovió una disidencia religiosa que no tardó en combatirse como herejía
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La Razón

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A partir del siglo XI se comenzó a hacer patente para las altas esferas de la Iglesia católica occidental que era necesaria una revisión de sus doctrinas y ritos, así como el acercamiento a los fieles, para dar mayor credibilidad a un proyecto ya muy desacreditado por los constantes excesos del clero y una fuerte dependencia de los poderes laicos. Pese a todo, los intentos reformistas de la Iglesia resultaron insuficientes, en tanto que procuraron afianzar unos intereses a menudo más materiales que espirituales. La contestación, tanto desde dentro como desde fuera, no tardó en materializarse. Respondiendo a aquellos estímulos, o sencillamente a remolque de una sociedad cada vez más urbana, versada e inquieta, se produjeron incontables disidencias que cuestionaban muchos de aquellos preceptos, en ocasiones abrazando la ortodoxia –como ocurrió con los franciscanos y dominicos–, y otras veces señalando las contradicciones de la Iglesia católica en abierto enfrentamiento.
Las corrientes críticas con la Iglesia marcarían ciertas tendencias genéricas según la época. Las fuentes del siglo XI mencionan por ejemplo una proliferación de las herejías dualistas –caracterizadas por la creencia en dos divinidades contrapuestas, una malvada y otra benévola trascendente, lo que implicaba con frecuencia un rechazo al Antiguo Testamento–, cuyos ecos acaso se perciban más adelante en el catarismo del XIII. Del mismo modo, también serían recurrentes las llamadas patarias, movimientos populares urbanos de rechazo a los abusos eclesiásticos que fueron particularmente intensos en el norte de Italia, un territorio que habría de mostrarse muy propenso a la herejía durante todo el Medievo. Sin embargo, el siglo XII inauguraría una nueva tendencia que partía del protagonismo de un puñado de predicadores itinerantes que se dedicaron a recorrer distintas regiones del occidente cristiano proclamando sus ideas reformistas de forma muy activa.
En este terreno destacan especialmente las figuras de Tanquelmo, Enrique de Lausana y el mentor de este, Pedro de Bruys. Este último comenzó a predicar en los Alpes franceses en 1119 para más tarde discurrir principalmente por el sur de Francia postulando ideas muy críticas para con el clero eclesiástico y los sacramentos. Opinaba, entre otras cosas, que el bautismo infantil no era válido porque el bautizado lo hacía sin ser partícipe voluntario, que la eucaristía era una superchería clerical y que los ritos realizados con posterioridad al funeral resultaban inútiles porque consideraba que el purgatorio no era más que un invento. Creía también que los edificios eclesiásticos eran un error, puesto que Dios escuchaba una plegaria en cualquier lugar –tanto en una iglesia como en una taberna o un establo– y que la cruz era meramente un instrumento de tortura, y por ello no solo no había que venerarla, sino justo lo opuesto. Toda aquella ideología a menudo se vio acompañada de una actividad propensa a la violencia activa, que se plasmaría con la destrucción de altares e incluso iglesias, la realización de matrimonios forzosos entre monjes y sobre todo la quema de crucifijos.
A partir de un relato crítico con la herejía petrobusiana –como sería conocida en los textos ortodoxos contemporáneos– escrito por Pedro el Venerable, uno de los abades de Cluny en 1152-1156 además de uno de los monjes más influyentes de la época, sabemos que la muerte del heresiarca se produjo en torno a 1135-1140 en la localidad francesa de Saint Gilles-du-Gard (en la diócesis de Nîmes). Según recoge dicho texto, Pedro de Bruys pereció víctima de su propio radicalismo cuando acudió a predicar a la ciudad y encendió una hoguera con crucifijos y otros objetos sacros. Al parecer, la turba local, ofendida con sus desafiantes ideas, lo arrojó a las llamas que él mismo había alimentado.
Algunos especialistas opinan que los hechos se produjeron en la plaza situada delante de la abadía de la ciudad, que por entonces se hallaba en construcción, y de hecho no era raro que los petrobusianos acudieran allí, acaso en protesta, como solían hacer. Lo cierto es que en algún momento del siglo XII se produjo un cambio del proyecto original de construcción del templo, y que los relieves que hoy son visibles en la triple portada de la fachada fueron concebidos con posterioridad a las muertes de Pedro de Bruys y de Enrique de Lausana –también este predicó por allí un tiempo más tarde–, e influidos por el efecto de estos en la localidad, puesto que plantean un programa iconográfico muy poco común en la época. Uno de los tímpanos, por ejemplo, contiene una escena de la crucifixión, algo raramente visto en este tipo de soportes y que es muy posible que se esculpiera como recordatorio de la importancia de la cruz en las creencias católicas, reafirmando la idea frente a las posturas heréticas de los dos monjes.
La dinámica de los predicadores itinerantes abrió la puerta al apocalipticismo y a la esporádica proliferación de profetas con pensamientos mesiánicos que llevarían la disidencia religiosa hasta cotas demasiado llamativas como para ser ignoradas por el poder pontificio, que poco a poco iba afianzando su mano férrea sobre los poderes laicos y recogía leña para las futuras hogueras de los inquisidores.
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