Templarios, la orden militar de la fe y el sacrificio
En la Navidad de 1119, en la iglesia del Santo Sepulcro y ante el patriarca de Jerusalén, Hugo de Payns y los ocho caballeros que le acompañaban juraron sus votos de pobreza, castidad y sumisión a la regla de San Agustín. Había nacido la Orden del Temple. Zvonimir Grbasic cuenta ahora su historia
Creada:
Última actualización:
Tras la caída de Tierra Santa en manos de la Primera Cruzada en 1099, el joven reino de Jerusalén no tardó en experimentar graves problemas en su defensa ante el más que previsible contraataque musulmán. Solo los aventureros y los desheredados permanecieron en una Palestina pobre, si bien fértil y, sobre todo, surcada de estratégicas rutas comerciales. Muchos de los supervivientes de la Cruzada optaron por regresar a Europa con el botín y la salvación como “souvenir”. Así, en los albores del siglo XII, el rey Balduino I de Jerusalén (reg. 1100-1118) apenas disponía de 270 caballeros y 900 peones para defender sus dominios. Bandas de salteadores que amenazaban a peregrinos y otros transeúntes de los caminos de Tierra Santa por igual, grupos de resistencia musulmanes ansiosos por vengar sangrientos reveses y, por supuesto, los ejércitos del sultanato de Egipto y de los emiratos de Homs y Alepo, los cuales no tardarían en salir de su aturdimiento, conformaban el formidable abanico de amenazas que se cernían sobre el trono de David.
Jerusalén precisaba ayuda militar desesperadamente, so pena de acabar desintegrándose frente a enemigos internos y externos con rapidez. La solución pasaba, obligatoriamente, por atraer un flujo regular de efectivos armados procedentes de Europa, especialmente caballeros y combatientes experimentados. Sin embargo, atraer a esta clase de tropas a Outremer, “Ultramar”, no resultaba sencillo, en tanto implicaba un largo y peligroso viaje a una tierra extraña. En ocasiones, además, estas tropas, sedientas de botín y frustradas ante las escasas perspectivas para prosperar con rapidez, se entregaban al pillaje hasta convertirse en un problema más.
En 1114, el conde Hugo de Champaña, ferviente cristiano, marchó a Tierra Santa junto a su primo, el caballero Hugo de Payns. Culminado satisfactoriamente su viaje en busca de la paz espiritual, el conde regresó a su patria. Sin embargo, Payns se quedó en Jerusalén junto a otros ocho caballeros. Carentes de recursos económicos y de perspectivas para prosperar en Outremer, sin embargo, no optaron por el saqueo y la violencia. Movidos por su fe y su compromiso con la obra cruzada en Tierra Santa, estos nueve caballeros se presentaron ante el rey Balduino II (reg. 1118-1131) con una propuesta inaudita: Payns y sus compañeros ansiaban convertirse en monjes y fundar su propia orden, pero, al mismo tiempo, deseaban servir a su señor celestial con las armas, consagrando su destreza marcial a la protección y auxilio de los peregrinos que acudían a Jerusalén desde la costa levantina. Hasta entonces, los milites Christi eran monjes que seguían la regla de san Benito, según la cual luchaban por Jesucristo mediante la oración y la misa. Los guerreros mundanos, sin embargo, solo podían obtener la absolución financiando y realizando donaciones a los monasterios o bien mediante su ingreso en la orden como hermanos. Solo el papa Gregorio VII (1073-1085) había planteado la posibilidad de luchar por Cristo, empuñando las armas como verdaderos caballeros cristianos, como auténticos milites Christi. Necesitado de tropas diestras, disciplinadas y comprometidas, el rey Balduino II aceptó la propuesta sin dudarlo.
Pobres y ricos
Con la bendición del patriarca de Jerusalén y ante el Santo Sepulcro, Payns y sus compañeros asumieron sus votos y tomaron el nombre de Pobres Caballeros de Cristo. El soberano les concedió un ala del palacio correspondiente al Templo de Salomón, lo que terminaría de perfilar la identidad de la primera orden militante de la historia cristiana: los Caballeros del Templo de Salomón. Los templarios no tardaron en recibir donaciones en tierras y dinero por parte de la nobleza europea, así como nuevas solicitudes de ingreso en sus filas. De regreso en Europa, Payns logró el respaldo crucial de Bernardo de Claraval, el cual se tradujo en el reconocimiento oficial de la orden por parte de la Iglesia en el Concilio de Troyes (1129). El citado Claraval, entusiasmado con el proyecto, incluso se aceptó redactar la primera regla del Temple. Los caballeros templarios se convirtieron en un pilar fundamental del poder del reino de Jerusalén, siendo su ejemplo seguido en poco tiempo por otras órdenes, como la de San Juan del Hospital. Mucho mejor organizada que la mayor parte de los ejércitos occidentales del momento y dotada de un respaldo económico creciente, la Orden del Temple estaba llamada a dejar una profunda huella tanto en la historia de Tierra Santa como en la de la Plena Edad Media en su conjunto.
El cielo llevaba tiempo repleto de negras nubes y, como era previsible, la tormenta acabó por estallar. La esperada batalla por Tierra Santa había comenzado. Las campañas del sultán Nur al-Din (reg. 1146-1174) fueron un primer aviso de lo que estaba por llegar para los Estados cruzados del Levante: el ducado de Antioquía y el condado de Edesa resultaron severamente derrotados en 1149-1150 y habrían dejado de existir de no haber sido por la oportuna intervención del ejército del rey Balduino III de Jerusalén (reg. 1143-1162), en cuyas filas militaban las primeras huestes templarias. Sin embargo, el soberano musulmán que estaba destinado a sentenciar para siempre el futuro de los cruzados en Tierra Santa fue el hijo de uno de los comandantes de Nur al-Din: el sultán Saladino (reg. 1174-1193). Este formidable estratega lograría aplastar de forma decisiva a las fuerzas de Jerusalén en la batalla de Hattin (1187), tras la cual la propia ciudad santa caería en sus manos, junto a otras múltiples plazas y ciudadelas.
Diez años antes de estos sucesos, sin embargo, los templarios tuvieron ocasión de infligir a Saladino uno de sus mayores descalabros militares. En 1177, el ejército del sultán, compuesto por 18 000 infantes y 8000 jinetes, avanzó a través del desierto del Sinaí para alcanzar desde allí la frontera sur del reino de Jerusalén. Los templarios, temiendo que la ofensiva egipcia cayera sobre Gaza, concentraron sus fuerzas en esta localidad. Saladino les evitó dando un rodeo, para dirigirse directamente contra Ascalón. Esto obligó al rey de Jerusalén, el joven Balduino IV (reg. 1174-1185), aquejado de lepra, a interceptarle con sus propias fuerzas. El ejército de Jerusalén alcanzó la ciudad antes que el ayubí. Este último decidió explotar la ocasión que con ello se le presentaba: al saber que la ciudad santa había quedado desguarnecida, dejó una pequeña fuerza en Ascalón, para fijar a Balduino IV en el lugar, y dirigió a la mayoría de sus tropas hacia Jerusalén. Confiado en su estratagema, Saladino permitió que su ejército se extendiera a lo largo de un amplio territorio durante la marcha, a fin de que la tropa pudiera saquear la zona. El rey, sin embargo, apercibido de la treta, envió un mensaje a los templarios acantonados en Gaza para que acudieran en su ayuda. Cuando estos aparecieron, Balduino consiguió abrirse paso fuera de Ascalón para encaminarse, acto seguido, tras las huellas de Saladino. El 25 de noviembre alcanzaron e interceptaron a su desprevenido enemigo en la llanura de Montgisard.
A fin de aprovechar la ventaja que les proporcionaba la dispersión y cansancio de las fuerzas egipcias, tras varios días de marcha, el ejército cristianó se aprestó al asalto de inmediato. Balduino IV contaba con 375 caballeros, en tanto el gran maestre del Temple, Odón de Saint-Amand, lideraba una fuerza 500 caballeros templarios. Entre ambos sumaban también varios miles de infantes. Antes de la batalla, el soberano desmontó de su caballo y se arrodilló para rezar ante la Vera Cruz, que habían traído para que acompañara y protegiera al ejército. Todos los guerreros se unieron en oración, mientras en la lejanía Saladino intentaba reorganizar sus fuerzas desesperadamente. Antes de que pudiese conseguirlo, la caballería pesada cristiana, templaria en su mayoría, se lanzó en una ordenada carga a través de la llanura con el rey Balduino entre sus filas, hasta embestir al ejército musulmán, que quedó destrozado prácticamente de un solo golpe. Se trató de la carga de caballería más eficaz jamás realizada por los cruzados en Outremer.
Muchos egipcios arrojaron sus armas en su precipitada huida. La guardia mameluca de Saladino resultó diezmada mientras trataba de evitar la captura de su señor, quien a duras penas logró salvarse a lomos de un camello, mientras las fuerzas del trono de Salomón perseguían sin piedad a los supervivientes. Al anochecer, el rey y sus tropas retornaron victoriosos a Ascalón. Solo la décima parte del ejército ayubí lograría regresar a Egipto. Si el rey Balduino y el gran maestre Odón hubiesen contado con fuerzas de reserva capaces de continuar la persecución hasta Egipto para, acto seguido, atacar Damasco, habría supuesto el fin de la dinastía ayubí y, quizás, un vuelco para la historia de Tierra Santa. Carentes de tales efectivos, sin embargo, los acontecimientos futuros se desarrollarían de un modo bien diferente. Pero esa es ya otra historia.
Para saber más:
Zvonimir Grbašić
Desperta Ferro Ediciones
224 pp.
29,95€