"Gladiator II": un nuevo desparrame en la Antigua Roma
Ridley Scott despliega todo su arsenal técnico y libertad creativa en esta apabullante secuela de la icónica cinta protagonizada por Russell Crowe
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A finales de noviembre del pasado año, durante el encuentro mantenido por este periódico con el legendario cineasta con motivo del estreno de "Napoleón", Ridley Scott llevaba ya la mitad de «Gladiator II» rodada y el mensaje subrayado hasta en dos ocasiones parecía estar meridianamente claro: «Esta película tiene que estrenarse en salas», remarcaba entonces con un cómico arqueo de cejas el autor de «Alien» plenamente consciente de la dimensión del artefacto que tenía entre manos. Casi un año más tarde, el deseo se ha convertido en realidad, y después de haber disfrutado ya de esta esperadísima secuela que aterriza hoy en España, entendemos todavía más su empeño por el formato requerido.
Dos décadas después de que Scott firmara una de las películas más taquilleras, gloriosas y legendarias de los 2000 y que en un alarde de riesgo creativo y ambición desmedida colocase a Russell Crowe ataviado con una coraza de dos piezas en el centro del Coliseo para reinventar un género cinematográfico injustamente olvidado en aquel momento como el péplum, el genio británico retoma la epicidad de la historia vertebrada por Máximo Décimo Meridio en el «Gladiator» primigenio para apostar por una segunda parte cargada de musculatura y grandilocuencia técnica.
La envergadura de lo nuevo de Scott se refugia en el efectismo de magníficos decorados, un ampuloso y exquisito vestuario, trucos digitales asombrosos e impresionantes combates cuerpo a cuerpo entre hombre y animales (especialmente resultan retadoras, y hasta grotescas, las imágenes de las luchas con los simios modificados genéticamente y las de los rinocerontes) para cumplir a rajatabla con el propósito de ofrecer una experiencia envolvente y visceral concebida, lanzada y propuesta para ser vista en pantalla grande. Un blockbuster disfrutón y disfrutable de manual.
A sus 86 años, este realizador que parece estar tocado por la misma barita prolongadora de energía que debió de posarse sobre los hombros de Eastwood tiempo ha, con todas las diferencias estilísticas posibles, logra amalgamar un reparto potente capitaneado por nombres y caras de moda como las de Paul Mescal y Pedro Pascal (aunque el segundo dando vida al general Marcus Acacius adquiera mucho menos peso narrativo en la trama del esperado) o nuevas como las de Joseph Quinn (un trasunto en términos de afectación y desquicie psicológico del icónico Cómodo que nada tiene ver con la personalidad y la construcción brillante, compleja y oscura que nos regaló Phoenix en la primera).
También consagrados como los de Denzel Washington y familiares como los de Connie Nielsen (de nuevo en la piel de una impecable Lucilla reducida tristemente a un elemento más bien pasivo que lo único que hace es aportar el necesario cariz emotivo de los vínculos familiares con Lucius) o Derek Jacobi (inolvidable en «Yo, Claudio») encarnando una vez más al senador romano Gracchus, (mano derecha de Marco Aurelio).
En cuanto a la trama, algunos de los peores vaticinios tenemos que reconocer que se cumplen: imágenes intercaladas del fallecido Máximo en algunos de sus momentos más cruciales, la hermosísima y melódica armonía de los acordes compuestos por Hans Zimmer y Lisa Gerrard resonando mientras esa mano de Lucius o Hanno (su nombre de esclavo) acaricia la arena del Coliseo o el trigo del hogar que un día fue suyo como lo hacía su padre o la repetición excesiva de frases como «lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad» y ese clamoroso «fuerza y honor» espetado antes de cada lucha, nos sitúan por fuerza como espectadores en un lugar ubicado entre la nostalgia, la exaltación y el rechazo. Porque es lo de siempre, pero sin ser lo mismo.
Son las mismas pautas narrativas –el héroe de espíritu noble resurgido de las tripas de una Roma que lo expulsó después de haberle criado literalmente a sus pechos que emprende un periplo de ascenso social hasta conseguir desembocar en la oportunidad de ejecutar su venganza personal contra aquellos que le arrebataron a su familia, en este caso, a su amor– salpicadas con recuerdos visuales y sonoros de la primera parte, envueltas en un velo denso de resonancia temporal pero con una propuesta discursiva fallida empujando el esqueleto de una historia que, más que tener hechuras de secuela, parece un remake técnicamente mejorado, atravesado por un relato mucho más pobre.
Desde un arranque iniciado por la sensacional invasión acuática de una antigua fortaleza hasta la esperadísima naumaquia, batalla naval históricamente fidedigna escenificada en un Coliseo inundado (obviando de manera consciente la cantidad de tiburones mostrados), queda evidenciado que a pesar de la masticada repetición argumental de la historia, de las licencias como creador que vuelve a tomarse una vez más Scott en la recreación de un periodo concreto de la Historia (imposible olvidar esa escena con el periódico y el café como si por arte de algún subterfugio temporal de repente nos encontráramos sentados en el mismísimo café parisino de Procope) y de la práctica ausencia de novedad en la trama, «Gladiator II» es un acontecimiento épico profundamente placentero.
Y está claro que Ridley, experto en cabrear a los historiadores de medio mundo con sus locas y maravillosas licencias, sus intencionados desvíos cronológicos y sus aportaciones en favor de la experiencia audiovisual mayúscula y no de la estricta moral de los puristas de siempre, ha vuelto a hacer lo que le ha dado la gana. Y eso es algo que celebramos porque prestarse voluntariamente a la alquimia cinematográfica y al goce estético generados en una sala de cine no implica de manera tácita un pacto con la verosimilitud de la Historia. Quien quiera precisión histórica que vea un documental, se lea un libro especializado o se dirija a las fuentes archivísticas adecuadas para la ampliación de conocimiento. Aquí hemos venido a gozar y a dejarnos llevar por la vibración que implica estar sentado en una butaca habitando otros mundos posibles, jugando a ser otros, con la complicidad de cientos de desconocidos que exigen exactamente lo mismo.