Crítica de "The Whale (La ballena)": Moby Dick se sacrifica ★★☆☆☆
Dirección y guion: Darren Aronofsky (basada en la obra de Samuel D. Hunter). Intérpretes: Brendan Fraser, Sadie Sink, Samantha Morton, Ty Simpkins. Estados Unidos, 2022. Duración: 117 minutos. Drama.
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En “La ballena” Aronofsky lucha contra Aronofsky, como si fuera la reencarnación de la heroína de “Cisne negro”. Por un lado, está el cineasta atraído por el exceso, el cuerpo anómalo, el descenso a los infiernos y la sordidez de la soledad urbana. Por otro, el amante del melodrama blando, redentor, entre mormón y ‘new age’, que busca la bondad como si fuera oro entre los restos del naufragio. Lo más problemático de esa esquizofrenia es que, en “La ballena”, funciona como venenoso antídoto contra la moraleja (sí, este es un cuento moral) de la propia película.
Cuando Charlie (Brendan Fraser) pregunta, en más de una ocasión, si resulta asqueroso, se lo está preguntando al espectador para hacerlo sentir culpable si la respuesta es afirmativa. Habría que interrogar al mismísimo Aronofsky sobre la cuestión, cuando presenta a su protagonista, 270 kilos de hipertensión a punto de estallar, masturbándose en el sofá, sudoroso y con restos de comida en el alma. En su delectación por visibilizar la obesidad mórbida de Charlie, que ha decidido suicidarse comiendo hasta reventar, ¿hay un deseo de normalizar ese cuerpo o de convertirlo en un espectáculo? Nos decantamos por lo segundo, porque a menudo la puesta en escena subraya todo lo que tiene de desagradable la incrustación de ese cuerpo gigantesco en un pequeño apartamento que huele a cerrado.
El espacio es tan claustrofóbico como lo debe ser el cuerpo de Charlie, aunque la cámara de Aronofsky se mueva por él con intención de ventilarlo, de dinamizarlo. Fraser hace lo que puede por destacar sobre ese cúmulo de grasa prostética y digital para trabajar la presunta belleza interior de su personaje con la ternura de su mirada y su timbre de voz. Y, sin embargo, no es suficiente: da la impresión de que todo el discurso del filme, que nunca esconde su origen teatral, tan preocupado con el perdón y la reconciliación, se impone por encima de una mirada más morbosa que humanista.
Lo que queda es, pues, un texto buenista obsesionado con los Grandes Temas -la fe, la paternidad, la homosexualidad, el suicidio-, que aparecen servidos en bandeja de plata por los personajes que visitan el apartamento de Charlie. Con excepción de su amiga del alma Liz, a la que Hong Chau interpreta con una vivacidad exenta de victimismos, ninguno de ellos existe más allá de su papel, por un lado, de observador del vía crucis sacrificial de Charlie y, por otro, de catalizador de la redención de su trauma, sus frustraciones y sus errores como padre. Un ensayo sobre Moby Dick (¡) servirá como leitmotiv del camino hacia la luz de un personaje que, a la postre, parece el protagonista de un vídeo promocional de una Iglesia evangélica para televisiones locales.
Lo mejor:
Los esfuerzos de Fraser por trabajar los límites físicos que le impone el personaje, y el fantástico trabajo de Hong Chau.
Lo peor:
Su moralismo evangélico, de un humanismo fastidioso y azucarado.