Dilemas estivales (I): Bañador turbo vs. bañador meyba
Hay quienes ven el turbo, más parecido a la bermuda, como algo exótico, mientras que para otros el paquete, mientras más lejos y menos marcado, mejor
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En mi ciudad, dentro de nuestro nutrido bestiario de personajes, tenemos al titi de Cádiz. El prototipo de «er titi de Cai», extrapolable con variantes a otros territorios del litoral patrio, es el del señor ya jubilado, con un moreno aborigen (porque se pasa el año en la playa), que puede encontrarse junto a cualquiera de los dos espigones de la playa de Santa María (especialmente el que está más cercano a la Catedral) o en la costumbrista playita de La Caleta.
Además de portar alguna cadenita de oro, rematada con una medallita del escudo del Cádiz CF o del Nazareno Greñúo, suele acompañarse de algún tatuaje taleguero y, como condición indispensable para estar adscrito dentro del «titismo», debe llevar un bañador turbo, conocido popularmente por estos lares como «marcapaquete» o «marcapaqueti».
Es por ello, que afronto este primer muy condicionado por la imagen de este personaje que forma parte de mi paisaje (y paisanaje) habitual desde la infancia. Por decirlo vulgarmente, escribo con el paquete del titi delante de mis narices. Y esta visión me hace intuir que seré bastante más generoso con el bañador tipo meyba que con el turbo, por más que tenga querencia a abogar por las causas perdidas.
Aunque en el caso que nos ocupa deberíamos hablar de la vergüenza perdida: porque hay que tener muy poco sentido del ridículo para embutirse en un «marcapaquete» sin tener el cuerpo del modelo italiano del perfume de Giorgio Armani o sin llamarte Mark Spitz. Mas hablando del país transalpino, he de decir que sigo por Instagram con admiración una cuenta de «cosas de Napoli», y en ella aparecen señores muy bronceados, de una edad provecta, que lucen con elegancia el turbo. Quizás lo que aquí juzgamos como algo hortera, en el extranjero es algo típico, costumbrista, exótico. Puede deberse a que algunos (me incluyo) sufrimos el síndrome del repartidor de Amazon en vacaciones: los paquetes cuanto más lejos, mejor.
Podría, a continuación, alabar las virtudes del meyba (me encanta esta palabra, a la vez rancia y elegante) o bañador bermuda en contraposición del turbo. Pero me siento incapaz de ello en cuanto se expande en mi cabeza, tapando con su tela todas sus bonanzas, aquella imagen de Manuel Fraga en Palomares. Y es que le hizo un flaco favor a la imagen de este traje de baño la icónica estampa del entonces ministro de Turismo saliendo de las aguas radiactivas de aquel pueblito agrícola y pescador de la costa almeriense con el bañador a la altura de los sobacos y las tetillas caídas. Pero lean esto: «Yu espik inglish?/ el turismo, Sofico Renta,/ los alemanes,/ bombas en Palomares,/ ¡vaya por Dios!/ y ahora con el destape/ de teta y trota/ los camuflajes…»
Estos versos de «La murga de los currelantes», compuesta por Carlos Cano en 1977, dan en buena medida la hora y el paisaje del tardofranquismo y la transición, marco en el que se encuadra aquel baño de Fraga. Y que habla de una transición no solo política, sino de costumbres: el turismo internacional, el destape ¡y la teta!
Porque si hablamos del traje de baño masculino, no podemos sustraernos del femenino, que es del que realmente entiendo, básicamente porque es en el que me fijo en la playa (o en la ausencia del mismo, vaya). Un bañador femenino, que al hilo de Fraga y de la murga, vivió una revolución en esta época de apertura franquista gracias al turismo internacional, especialmente de escandinavas (¡las suecas de Alfredo Landa!) y otras razas europeas paseándose en bikini (importando sus bellas costumbres liberales) por las orillas de Benidorm y Torremolinos. Un bikini o dos piezas que afortunadamente se impuso a los usos locales de aquel burkini propio de la Sección Femenina, de luto, pueblerino y de cuello alto.
Mas con el tiempo, y la moda del topless y del tanga (que hasta el ano lo quieren tener bronceado), este destape y desquite femenino ha alcanzado un límite que propicia un debate estético, en absoluto moral: ¿no es acaso mucho más elegante, sensual y sugestiva la insinuación que la explicitud? Un topless y un microtanga son spoilers. Déjennos espacio para la imaginación, la figuración, la fantasía.