«Con amor inmortal, Oscar Wilde»
El nieto del autor de «El retrato de Dorian Gray» recopila en un volumen lo mejor de la copiosa correspondencia que el gran escritor irlandés escribió desde sus años escolares hasta poco antes de su muerte
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Oscar Wilde nunca escribió unas memorias ni algo parecido a un diario con confesiones íntimas. No quiso saber nada de una autobiografía, pese a lo mucho vivido y padecido a lo largo de su existencia. Sin embargo, las numerosas cartas que escribió vienen a suplir esa ausencia. Merlin Holland, nieto del escritor, hace años que se dedica a estudiar y divulgar el legado de su célebre abuelo, como demostró en «El marqués y el sodomita. Oscar Wilde ante la justicia». A él debemos también un volumen extraordinario que Alba ha tenido la buena idea de recuperar. Se trata de «Una vida en cartas», una interesantísima selección de la correspondencia, una labor nada fácil si se tiene en cuenta que la última edición de las cartas completas, aparecida en 2000 con motivo del centenario de la muerte de Wilde, contenía un total de 1.562 misivas. En ellas encontramos al gran intelectual irlandés, pero también al transgresor, al hombre que luchó contra su tiempo aunque pagó demasiado caro ser fiel a sí mismo.
El responsable de la edición subraya que nos encontramos ante un personaje contradictorio, un angloirlandés que tenía simpatías nacionalistas, un protestante con inclinaciones católicas o un homosexual casado. Todo ello lo fue vistiendo Wilde con una serie de máscaras, algunas visibles en las cartas. A su amigo, el pintor estadounidense James Whistler, le dio un consejo sobre este particular al comentarle que «sigue mi consejo, James, y continúa siendo, como yo, incomprensible; la grandeza consiste en ser mal comprendido».
El libro se abre con una nota enviada por Wilde, con apenas catorce años, dando muestras de genio cotidiano ante su madre Jane, agradeciéndole el envío de una cesta que «ha llegado hoy, nunca he tenido una sorpresa tan emocionante, muchas gracias, fue un gran detalle por tu parte pensar en ello. Las uvas y las peras son deliciosas y muy refrescantes, pero el tocino de cielo se agrió un poco, supongo que por los golpes, pero el resto llegó sin compromisos».
El autor de éxito
Wilde se convirtió en un autor de éxito que fascinó a la sociedad londinense, algo que incluso trasladó a Estados Unidos al protagonizar una serie de conferencias con un auditorio entregado. «Voy a Filadelfia mañana. Gran éxito aquí: nada igual desde Dickens, me dicen. Estoy destrozado por tanta vida social. Inmensas recepciones, cenas maravillosas, multitudes que esperan mi carruaje. Saludo con mi mano enguantada y mi bastón de marfil y me jalean. Las muchachas son hermosas, los hombres sencillos e intelectuales. Me decoran las habitaciones con narcisos blancos. Tengo “asistente” de vez en cuando, además de dos secretarias, una para firmar mis autógrafos y responder los centenares de cartas que los solicitan. La otra, que tiene pelo castaño, para enviar rizos de su propio cabello a las jóvenes que escriben pidiéndolo; se está quedando calva a gran velocidad», apunta en una carta al actor inglés Norman Forbes-Robertson desde Nueva York el 15 de enero de 1882. Poco antes, frente al oficial de aduanas, cuando pasó el rutinario control dicen que dijo que «no tengo nada que declarar excepto mi ingenio».
En el libro también encontramos documentos tan interesantes desde un punto de vista biográfico, como una misiva en la que Constance Lloyd anuncia a su hermano Otho que «he concedido mi mano a Oscar Wilde y estoy perfecta y locamente feliz. Me consta que estarás contento porque te cae bien, y quiero que hagas lo que hasta ahora yo he hecho por ti y me des tu apoyo. El abuelo sin duda lo llevará bien, ya que siempre está encantado de ver a Oscar. La única que me preocupa es la tía Emily. (...) En esta casa están todos encantados, especialmente mamá Mary, que me considera muy afortunada». Decir, como apunta Holland, que no se conserva prácticamente ninguna carta de Wilde a su querida y sufrida esposa Constance, muerta bastante joven en 1898. Muy probablemente, los familiares de ella las destruyeron. Pese a que cuando tuvo lugar la triste noticia la pareja ya estaba rota, para el autor de «Salomé» aquella pérdida fue un terrible mazazo, como le diría por carta a su amigo Carlos Blacker: «Es realmente terrible. No sé qué hacer. Si nos hubiéramos encontrado una vez, si nos hubiéramos besado. Es demasiado tarde. La vida es terrible». El distanciamiento de la pareja fue provocado, como es sabido, por la aparición de un joven que trastocó la vida de Wilde. Fue en el verano de 1891 cuando irrumpió en el mundo del autor de «La importancia de llamarse Ernesto» un muchacho que era el tercer hijo del marqués de Queensberry y llamado lord Alfred «Bosie» Douglas. Fue musa y diablo, además de amante.
En esta edición podemos seguir la relación entre los dos, los ánimos de Wilde para que «Bosie» se convirtiera en poeta o la petición para poder encontrarse juntos. Un buen ejemplo es esta nota, probablemente de enero de 1893: «¿Por qué estás solo en la ciudad y cuándo vas a Salisbury? Ve a refrescar tus manos en el crepúsculo gris de los gótico y regresa aquí cuando te apetezca. Es un lugar encantador: solo faltas tú; pero ve a Salisbury primero. Siempre, con amor inmortal, tuyo, Oscar».
Las cosas se complicaron mucho para el autor en 1895, cuando el padre de Bosie envió al club Albermale una nota dirigida al «sodomita» Oscar Wilde, quien decidió contestar con una demanda contra el marqués de Queensberry. «El padre de Bosie ha dejado una tarjeta para mí en el club con palabras odiosas. No veo otra salida que interponer una demanda. Toda mi vida parece arruinada por este hombre. La torre de marfil es atacada por la repulsiva criatura. Sobre la arena está mi vida derramada. Ya no sé qué hacer», anota en una carta a Robert Ross, periodista, confidente y, tal vez, su primer amante.
Oscar Wilde perdió el proceso y acabó convertido en el más conocido de los presos de la cárcel de Reading, donde se le permitió escribir y recibir cuatro cartas personales al año. Una de ellas fue dirigida al honorable ministro de Su Majestad a cargo del Ministerio del Interior. En ella narra el férreo trato al que era sometido en la prisión, un «régimen aterrador de confinamiento en solitario: sin relaciones de ningún tipo con sus semejantes; sin material de escritura de ningún tipo, cuyo uso podría ayudar a distraer el pensamiento: sin libros apropiados o suficientes, tan esenciales para cualquier hombre de letras, tan vitales para preservar el equilibrio mental; condenado al silencio absoluto; sin conocimiento de lo que sucede en el mundo exterior y los movimientos de la vida: llevando una existencia compuesta de amargas degradaciones y condiciones terriblemente duras, atroz en su recurrente monotonía del trabajo diario y privación repugnante; con la desesperación y la miseria de su vida solitaria y desgraciada, intensificada más allá de las palabras por la muerte de su madre, lady Wilde».
Una vez recuperada la libertad. Oscar Wilde se convirtió en una figura trágica, despreciada por la misma sociedad londinense que había aplaudido en el pasado su teatro o leído con admiración sus relatos. En la antología epistolar podemos seguir los pasos de su caída a los infiernos, dependiendo de la ayuda económica de los demás. Finalmente encontró algo del aire fresco que necesitaba para respirar en París sobreviviendo en una habitación de hotel a la espera del penúltimo cheque que le enviaban sus amigos.
El testimonio de las últimas horas en París
A manera de epílogo, Merlin Holland ha querido que «Una vida en cartas» se cierre con una misiva escrita por el fiel Robert Ross a Adela Schuster, una de las grandes ayudas del último Wilde. Es una nota del 23 de diciembre de 1900 donde Ross narra las últimas semanas de vida de su amigo en París. En ella podemos leer que «hasta el domingo 25 podía reír y hablar, aunque se fatigaba con facilidad y dormía mucho y hablaba continuamente de ir al sur, así que no creo que temiese a la muerte inmediata». Wilde se registró con nombre falso en el hotel, lo que estaba prohibido por la legislación francesa del momento. Ross explica que logró evitar que el cadáver fuera llevado a la morgue y que «las autoridades francesas no conseguían entender que no hubiera parientes o representantes legales». En la carta también comenta el amigo que su adorado Oscar Wilde nunca quiso culpar por el final de su vida «a nadie excepto a sí mismo de sus propios desastres».