El Sorolla jamás visto
El museo del artista en Madrid adelanta el centenario con una exposición que incorpora tres cuadros que acaba de adquirir y obra jamás expuesta con anterioridad
Este es un Sorolla de paleta más terrosa y mayores academicismos, en los que comienza a prender ya la luz que caracterizará su estilo. Un muchacho de juventud aún inquietante y apremiantes ambiciones artistas que repara en los maestros de la pintura para romper el cascarón de la escuela y encontrar pronto reconocimiento. El Museo Sorolla, que se encuentra inmerso en un proceso de ampliación que interrumpirá su programación en los meses venideros, ha dado un paso hacia adelante y anticipa la celebración del centenario de la muerte del pintor en 2023 con una muestra que reúne 93 piezas, 41 de ellas procedentes de museos, instituciones o colecciones privadas.
Una exposición que recorre sus primeros pasos, su marcha de Valencia, su llegada a Madrid, su admiración por los grandes nombres de la pintura que conserva el Prado y sus intentos por alzarse con premios que le den nombre y categoría. Un recorrido que está hecho de atractivas novedades y que presenta sus tres últimas adquisiciones: «En la posada», que ha costado 55.000 euros; «La esclava y la paloma», que han comprado por 142.000, y «El oferente», que ha costado 160.000. Realizadas a lo largo de 1883, cuando contaba con veinte años, estas obras pertenecen a sus años de aprendizaje y aportan una idea precisa de los distintos senderos que recorrió mientras terminaba de afilar el talento. Ninguna de las tres se había enseñado en una muestra, aunque sí se conocía su existencia y a lo largo de la vida de Sorolla fueron recogidas en salas.
A estas pinturas hay que sumar «Caballero con manta», que se incorporó a su colección el año pasado y que supuso un desembolso de 90.000 euros, y que tampoco ha podido apreciarse en público, un «Desnudo masculino de espaldas», una sencilla, pero fina acuarela que supuso un montante de 9.000 euros, y «Toma de hábito», que han comprado en Ansorena y que llegó al museo la semana pasada. También estará «Niña cantora», de 1883, que llegó a las estancias del museo en estos últimos meses, al igual que la acuarela «Tocando la guitarra».
Copias y maestros
La muestra, comisariada por Luis Alberto Pérez Velarde, conservador del museo, también cuenta con otros alicientes. Arranca con una curiosidad, la partida de nacimiento de Joaquín Sorolla, en 1863, y, como reflejan las numerosas fotografías que siguen a este documento, todavía era un chaval de frente despejada, mirada intensa, pelo abundante y genio descarado cuando llegó a la capital. A través de las primeras obras queda claro que el despertar de su vocación venía maridado con un gran don visual. Se aprecia en su primer bodegón, datado en 1878, que, cuenta su anecdotario, su suegro adquirió en el rastro de Santos Juanes de Valencia sin saber que era de él. Es la composición más temprana de la exhibición y alumbra ya el derrotero que aguardaba por delante.
Estos principios quedan remachados por un conjunto de obras provenientes de la Escuela de Artesanos (es la primera vez que salen de allí). Son un conjunto de dibujos contagiados de una enorme precocidad (rondaba los quince años) en los que se reconoce una copia de una Virgen de Murillo y un niño de Proudhon.
Al discurso también se han incorporado las copias que hizo de Velázquez en El Prado. Como sucede con la mayoría de los artistas, no dudó en acudir a la pinacoteca para admirar la obra que había visto antes en reproducciones. Resultó un sobresaliente copista como puede apreciarse en sus réplicas de «Las hilanderas», «Las lanzas», «Menipo» y, sobre todo, «Marte», de reducido tamaño, pero vivo color, que jamás se había expuesto antes. Este conjunto da una idea precisa del origen de su inspiración y de la importancia que tuvo en su pintura la escuela española. Sorolla, hijo también de su época, simultaneó el trabajo en estudio como la tendencia, entonces vigente, de salir a trabajar en exteriores, como demuestran unas escenas urbanas contagiadas de pintoresquismo y vivo colorido. Esta etapa, lejos de ser el apacible recorrido que suele jalonar los años de preparación, está marcado por su anhelo de alcanzar un gran premio y sobresalir en la escena artística.
Éxitos y fracasos
En esta dirección apuntan sus marinas, que no atrajeron la atención de los jurados por ser una temática manida, en proceso de abandonarse (la curiosidad es que estos cuadros están muy alejados de la espectacular luz que más adelante incluiría en sus trabajos, lo que permite apreciar su evolución). Su siguiente intento fue un cuadro religioso, «Monja en oración», que le reportó su primera medalla de oro, y, sobre todo, una obra de carácter histórico. Ese dos de mayo, del que ahora se han traído bocetos que nunca antes se habían enseñado en público, como el «Soldado muerto», que cuenta con la curiosidad de que esta figura, al final, no la incluyó en el óleo definitivo, que se conserva en El Prado y que debido a sus dimensiones no se ha podido contar con él.
En este apartado merece atención «El palleter», de 1884, un espectacular retrato que tampoco se había mostrado en público y que en 2019 se vendió en Londres a un particular por 104.218 euros. También resultan novedosos los retratos de las últimas salas, en especial, «Retrato de un hombre», que, en los años 50, un coleccionista adquirió en el Rastro de Madrid (el retratado se supone que es un amigo del artista, uno de sus colegas de andanzas), y «Busto de hombre», de 1884, que tampoco es muy conocido y en el que destaca la huella que José de Ribera dejó en Sorolla. Esta temática, de hecho, augura al pintor que vendría después. Un artista que trabajará doce horas al día. Durante el verano, cuando el tiempo es bueno y la luz es intensa, saldrá a pintar al aire libre, mientras que, en los meses invernales, de mayores oscuridades, se refugiará en su taller y ensayará el retrato, donde tanto sobresaldría.