Crítica de “Avatar: el sentido del agua”: sobre Griffith y los calamares luminosos ★★☆☆☆
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Dirección: James Cameron. Guion: James Cameron, Rick Jaffa y Amanda Silver. Intérpretes: Sam Worthington, Zoe Saldaña, Sigourney Weaver, Kate Winslet. EE.UU, 2022, 192 min. Género: Acción / Fantástico.
No hemos cambiado nada. Seguimos buscando aquella belleza del viento que mecía las hojas de los árboles que Griffith identificaba como la esencia del cine. Solo que las hojas de los árboles -o los tentáculos de las anémonas- no son una realidad profílmica que una cámara registra, sino una realidad expandida que nos ofrece -o nos exige- la posibilidad de una experiencia inmersiva. No sabemos si James Cameron se percibe a sí mismo como el nuevo Griffith -o lo que es lo mismo, como el reinventor del modo de representación institucional que definía al cine clásico- o como el heredero de ese cine de atracciones que Tom Gunning identificaba con ese cine de los orígenes que explotaba el placer visual, aparcando cualquier apunte narrativo. “Avatar” y, por extensión, “Avatar: El sentido del agua” plantean, en ese sentido, una cuestión tan antigua como la existencia del propio cine: el equilibrio entre el espectáculo que nació para contar historias y el que se entiende a sí mismo como un arte del impacto perceptivo.
No son funciones excluyentes, como demostró el propio Griffith, aunque “Avatar: El sentido del agua” no parezca tenerlo tan claro. En los primeros minutos de metraje, el efecto tres dimensiones, aumentado exponencialmente por la cristalina imagen a 48 fotogramas por segundo, es tan abrumador, que la puesta en situación de la historia, con Jake Sully (Sam Worthington) adaptado a la vida matrimonial en Pandora, con sus cuatro hijos y su liderazgo tribal, pasa completamente desapercibida. Para el que esto firma, el trabajo con la profundidad de las imágenes, el volumen y las texturas de ese mundo de colores fosforescentes y de hiperpresencias tan corpóreas que resultan fantasmales, eclipsa por completo cualquier amago de narrativa. Así las cosas, la película funciona mejor cuando muestra un mundo nuevo, cuando la exploración de los propios personajes -la familia numerosa ha de exiliarse de su hábitat natural, los bosques, para escapar del ansia de venganza de Quaritch (Stephen Lang), renacido en el cuerpo azul de un Na’vi- es la nuestra. Esto es, cuando la novedad del mundo acuático de los Metkayina, el pueblo que acoge a los Sully, se transforma en el viaje inmersivo de una atracción de parque temático, entregado por completo a ese “sense of wonder” que solo una pantalla de cine es capaz de regalarnos. Lo que puede devolvernos a las salas es, por tanto, lo que sentía el espectador primitivo, cuya pasividad es ahora transformada en una sensación de pertenencia: pertenecemos a ese mundo, nadamos entre calamares luminosos y peces lisérgicos.
El problema surge cuando el relato se abre camino entre las aguas turquesa de esa Polinesia virtual. La conexión entre el hijo díscolo de Sully y un cachalote herido, de la raza de los Turkun, es una muestra de ello: lo que en una película de Miyazaki está perfectamente integrado en un imaginario que resulta más mágico que ingenuo (y no estamos tan lejos de “La princesa Mononoke” o de “Ponyo en el acantilado”), en “Avatar: El sentido del agua” es casi grotesco (¡esos subtítulos en tipografía en clave de papiro egipcio!). Cameron ha desplazado los intereses ecológicos del filme original hacia una defensa, algo carcomida, de la unidad familiar, como si hubiera absorbido los códigos identitarios de la vieja Disney maquillándolos con los conflictos paternofiliales que atraviesan la saga “Star Wars”. En cierto modo, es una secuela que parece más centrada en sus personajes que “Avatar”, pero que descuida algo que aquella tenía muy en cuenta: la importancia de la huella del rostro del actor en el rostro digital. Han pasado trece años desde entonces, y Cameron cuenta con que el espectador ya puede identificarse con cuerpos sin referentes reales, pero uno de los grandes hallazgos de “Avatar” era, precisamente, ver a Sam Worthington y a Sigourney Weaver detrás de sus clones azules. Ese efecto se ha diluido, lo que significa que, perdido además el protagonismo de los personajes adultos, a la película le cuesta encontrar un anclaje emocional, que busca desesperadamente en una agotadora sucesión de secuestros, amenazas de muerte, acción épica y peligros en bucle. Dividido entre el ser de luz y el hombre de paz que le gustaría ser y el adicto a la guerra y la catástrofe que en realidad es, James Cameron ha hecho una película desmesurada y oscilante, que aún es incapaz de abrazar su condición de espectáculo total, abierto a la abstracción de las formas, sin escudarse en una narrativa que no está a la altura de sus innovaciones estéticas.
Lo mejor: cuando la película se olvida del relato, es un espectáculo mesmérico, alucinante.
Lo peor: sus más de tres horas son pura desmesura, y sus alardes técnicos no están a la altura de lo trillado de la historia.