Mayorga: escritor antes que nada
El Premio Princesa de Asturias ha reconocido su obra no solo por el potencial de sus representaciones, sino porque su escritura tiene una enorme altura literaria
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Aunque él siempre defienda el hecho teatral como único y verdadero fin de toda literatura dramática, lo cierto es que Juan Mayorga es, antes que cualquier otra cosa, un escritor puro y duro; un autor cuya obra, igual que ocurre con los clásicos, irradia ya desde la letra impresa su inescrutable belleza y su complejidad inabarcable. No son ni mucho menos los directores quienes enriquecen esa obra en sus montajes, sino quienes, en todo caso, captan de la mejor manera posible su inaprensible esencia para concentrarla, que no para expandirla, en las coordenadas del escenario. Porque Mayorga es abstracción; y la representación conlleva, en mayor o menor medida, concreción.
Precisamente, es esa tendencia a la abstracción el mayor escollo que pueden presentar algunas de sus obras (El cartógrafo, El mago, El Gólem…), en las cuales la privilegiada mente del autor se aventura por vericuetos cognitivos de difícil acceso, creando metáforas que no pueden sino fracasar estéticamente, tan ocultas como están en el mapa sensitivo del lector. Pero pocas veces, por fortuna, se ha mostrado impenetrable Mayorga en su variado recorrido –dramático, cómico, simbólico...– por toda suerte de asuntos –históricos, políticos, filosóficos...–.
Amén de diez o doce títulos sumamente importantes en el panorama teatral español de finales del siglo XX y principios del XXI (Cartas de amor a Stalin, Himmelweg, La tortuga de Darwin...), y de algunas obras que creo que tendrán en el futuro el merecidísimo éxito y la consideración que en el momento en el que vieron la luz no terminaron de alcanzar (Famélica, El arte de la entrevista...), me atrevo a decir que hay dos auténticas obras maestras en su vasta producción: El chico de la última fila y Reikiavik. Dos obras maestras por su extraordinaria y compleja estructura, por su inagotable polisemia y hasta por la simple y cautivadora belleza de su lenguaje.
De hecho, exceptuando los mencionados y disculpables extravíos, una de las grandes virtudes de Mayorga como escritor -que quizá tenga que ver con su pasado como profesor de instituto- es la de saber llevar embelesado al lector, desde su cómodo asiento, a un gran ventanal desde donde contemplar y pensar el intrincado mundo al que se abre. Y eso lo consigue porque es, repito, un escritor de verdad: de los que domina la forma estrictamente literaria; de los que conoce el valor poético del lenguaje escrito y sabe usarlo, mucho antes de que ese leguaje se haga oral en la representación. Un escritor, en definitiva, de los que, por desgracia, no abundan en el teatro que se hace hoy.
Teatro y Academia
Tal vez por eso ningún lector medio que no esté relacionado con las artes escénicas sea capaz de mencionar un solo dramaturgo vivo cuando le preguntan por sus escritores favoritos (invito a cualquiera a que haga esta comprobación en su entorno más próximo); tal vez por eso Mayorga sea, a día de hoy, el único dramaturgo que ocupa un sillón dentro de una Real Academia Española que, en el siglo XIX, estaba habitada fundamentalmente por autores teatrales, y que dejó de contar con ellos a medida que el propio teatro, a lo largo del siglo XX, dejaba de contar con la literatura; y tal vez por eso sea de justicia que alguien como él reciba este año el Premio Princesa de Asturias de las Letras.
La obra de Mayorga es, desde luego, una obra que se puede disfrutar leída tanto o más que representada. Buena muestra de ello, para no remontarnos mucho en el tiempo, es su discurso de ingreso en la Academia, que él mismo ha estrenado recientemente en forma de monólogo. A pesar de contar con una espléndida actriz de la talla de Blanca Portillo para poner voz y carne a sus palabras, la versión escénica no da sino una perspectiva concreta de ellas, por hermosa que sea. Esto quiere decir que ni siquiera el propio Mayorga, ahora que también se dedica a la dirección, es capaz de llevar a las tablas ese todo que le ofrece el Mayorga escritor. Y, aunque se montase a sí mismo una y otra vez, jamás agotaría las posibilidades. Cada nueva propuesta de un mismo texto suyo, dirigida por él o por otro, sería tan solo una senda más dentro de la frondosa inmensidad de su literatura. Y eso es, como dije al principio, lo mismo que ocurre con los clásicos.