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“Reikiavik”, el jaque mate de Mayorga

Recordamos uno de los títulos más importantes en la carrera del dramaturgo y académico sobre la mítica partida de ajedrez de Fischer y Spassky. La obra puede verse desde casa en la Teatroteca
Sergio ParraSergio Parra
La Razón

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Que Juan Mayorga se decidiera a escribir una obra sobre Bobby Fischer y Boris Spassky, a la que tituló “Reikiavik”, era algo que tenía que suceder tarde o temprano: estos dos personajes lo habían acompañado, y aun perseguido, durante buena parte de su vida. “En mi casa siempre entraba mucha prensa desde que yo era pequeño –nos cuenta el dramaturgo–. Yo nací en el 65; aquella famosa final del campeonato del mundo me pilló siendo un niño, pero era algo que se comentaba en toda la prensa y, por lo tanto, también en mi casa. Entonces estaba también la tele, que era única y común para todos los españoles, y yo aún tengo grabadas las imágenes de estas dos criaturas cuando se iban a enfrentar. Ahí ya intuía que aquello era más que una partida de ajedrez”. Efectivamente, aquel “Match del Siglo”, como fue denominado, trascendió en 1972 de la mera competición ajedrecística para convertirse en todo un acontecimiento político y social, por cuanto simbolizaba un combate en plena Guerra Fría, y una demostración de supremacía con desafío nuclear incluido, entre Rusia y Estados Unidos. “Después de aquello, estos personajes me han ido acompañando como fantasmas durante toda mi vida, y he ido siguiendo su propio y dramático decurso –añade Mayorga–. Me fascinaba de algún modo que dos personas que fueron elegidos como emblemas de sus respectivos países acabaran, tristemente, excluidos de ellos”.
Cierto es que todos los aspectos relacionados con aquella histórica final de ajedrez, así como sus consecuencias, bien darían para todo un culebrón: la desorbitada y polémica dotación del premio, que requirió una donación particular de un financiero inglés (en total ascendió a 250 mil dólares de la época); las extravagantes demandas de Fischer, que estuvieron a punto de arruinar la celebración del encuentro; la propia ciudad de Reikiavik, donde Fischer acabaría encontrando la muerte mucho tiempo después, como exótico marco para disputar la final; la caída en desgracia de Spassky tras su derrota, con el consecuente exilio y la adopción de la nacionalidad francesa… y, por supuesto, el extraño vínculo psicológico, quizá solo entendible por ambos, que se creó entre los dos jugadores a partir de entonces. De todo hubo; y nada que no fuera extraordinario y atractivo. Y a todo ello, prácticamente, se aproximó Mayorga en su obra, con su habitual penetración conceptual y con la dificultad dramatúrgica de descargar en solo tres actores la polifonía de voces y personajes que participan en la acción. Una acción tentacular, por si fuera poco, que se expandía hacia distintos lugares y que se desarrollaba con numerosas idas, venidas, rectificaciones y reorientaciones. “Me interesaba la Guerra Fría, me interesaba la poesía del ajedrez, y también, es verdad, me interesaban mucho ellos (Fischer y Spassky) como pareja –reconoce el autor–. Es un tema que aparece mucho en mis obras: cómo aquel con el que entras en conflicto acaba siendo tu pareja más íntima”. Partiendo de aquel episodio histórico y real, Mayorga se propuso hablar, en realidad, “del tablero de la vida, de cómo todos representamos un papel o cómo somos piezas en un tablero; tenemos libertad para mover, pero al mismo tiempo tenemos unas reglas que nos vienen dadas; además, somos a la vez piezas que otros mueven”.
Para plasmar sobre el escenario este sugerente pero complicado laberinto metafísico que ofrecía el texto, el autor tuvo el atrevimiento de asumir en persona la dirección del espectáculo. Era la segunda vez que se colocaba al frente de un montaje, después de haberse estrenado tres años antes con “La lengua en pedazos”, una obra de naturaleza muy diferente que, ciertamente, no exigía tanto como “Reikiavik” la habilidosa mano de un director para que el público no se extraviara siguiendo el curso del metafórico argumento. No es exagerado decir, por tanto, que esta segunda vez se había puesto el listón a sí mismo demasiado alto; sin embargo, el “novato” director lo superó. Tanto es así que “Reikiavik” se ha convertido en una de las obras de Mayorga que más y mejor han calado en todo tipo de espectadores: mientras unos quedaron seducidos por la entretenidísima aproximación a los hechos históricos, otros encontraban, sobre todo, una profundísima y original alegoría sobre el orden de la existencia humana.
El caso es que la obra fue un éxito desde su estreno, la noche del 27 de marzo de 2015 en el Teatro Palacio Valdés de Avilés. El Centro Dramático Nacional, que ya la había programado aquella temporada, volvió a acogerla en la Sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán en el curso siguiente. En el unánime aplauso que el público le dispensó tuvo mucho que ver, sin duda, el trabajo actoral. Al curioso tándem protagonista que formaban Daniel Albaladejo, soberbio una vez más, y César Sarachu, cuyas características interpretativas se amoldaban muy bien a la excéntrica personalidad de Fischer, se sumaba el estupendo, aunque más secundario, trabajo de Elena Rayos. “Yo ya había trabajado con Dani (Albaladejo) en La lengua en pedazos; para mí es un actor maravilloso. Fue él quien me puso sobre la pista de Sarachu. Yo no le había visto en su versión televisiva, pero tenía referencias de él porque sigo mucho y soy un gran admirador de Peter Brook, con el que él había trabajado. A Elena Rayos la había visto en varios montajes y también había trabajado ya con Dani. Así que fue todo muy bien desde el principio. Disfruté mucho viéndolos, aunque también sufrí –reconoce entre risas–, porque yo les hacía cambiar de personajes al ritmo variable del ajedrez, prescindiendo del virtuosismo y fiando ese cambio a la complicidad con el espectador. Era un trabajo muy, muy exigente para los actores, y también para los espectadores, que afortunadamente nos acompañaron en todo momento”.
El montaje, coproducido por Entre Cajas y La loca de la casa –nombre de la propia compañía del dramaturgo–, contó además con profesionales de la talla de Alejandro Andújar, como escenógrafo y vestuarista, Juan Gómez Cornejo, en la iluminación, y Mariano García como responsable de la ambientación sonora. En cuanto al texto, ha sido traducido a varios idiomas y se ha puesto en escena en Bulgaria y en Argentina. “Creo que no se ha montado más precisamente por lo difícil que es poner en escena ese texto –sugiere el director riendo–. Y eso es lo que me hace valorar todavía más el titánico trabajo que hicieron los actores”.

El aprendiz de director

Asegura Mayorga que en su trayectoria dilatada como dramaturgo ha tenido oportunidad de ver trabajar a muchos directores y aprender de ellos. Del resultado en la puesta en escenas de sus obras ha quedado muy satisfecho algunas veces y otras no tanto. “Pero no creo que haya una única ni definitiva puesta en escena. A mí me gustaría ver ‘Reikiavik’, por ejemplo, montada por otros directores. Yo la dirigí porque me parecía, honestamente, que podía ayudar a los actores. Es verdad que es una obra de difícil dirección, pero precisamente me atrae trabajar con textos sobre los que no veo clara su puesta en escena. Si la tengo muy clara, me interesa menos dirigirlos”.