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Guillermo del Toro: “El cine negro analiza el subconsciente profundo del sueño americano”

El director mexicano estrena este viernes “El callejón de las almas perdidas” (”Nightmare Alley”), un “noir” onírico con Bradley Cooper, Rooney Mara y una extraordinaria Cate Blanchett
La Razón
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Había una vez un niño, nacido en plena capital del estado de Jalisco (México), que soñaba con mundos de fantasía lúgubres, casi góticos, e impropios de la realidad soleada y marina en la que se había criado. Quizá por la herencia estrictamente católica de su familia, de origen español, o quizá por lo tétrico de un pueblo, el suyo, cuyo origen y contexto tiene mucho que ver con la violencia, aquel niño se convirtió en un joven inquieto, diferente, con tendencia a lo onírico. Encontró refugio en lo oscuro de Lovecraft, los relatos de Dickens y el locus amoenus de lo Victoriano. De repente, y probablemente como fruto de esa cultura de videoclub que mató Internet, el ya estudiante de cine se dio de bruces con las películas de la Hammer. Aquella cochambrosa productora británica, icono en su momento del terror de la década de los sesenta y antes respetado estudio, fascinó al hombre y transformó al director. Sería faltar a la verdad afirmar que del visionado de «Las novias de Drácula» (1960) o «La maldición del hombre lobo» (1961) uno puede salir con el Oscar a Mejor Director, pero en el caso de Guillermo del Toro (Guadalajara, 1964) ayudó bastante.
La chica y la pistola
Tras la rendición de Hollywood a «La forma del agua» (2017), el mexicano vuelve a la dirección con «El callejón de las almas perdidas», nueva versión del clásico de 1947 y, a su vez, adaptación del relato homónimo de William Lindsay Gresham. Así, y en el «remake», Bradley Cooper da vida al protagonista, un «vendehumos» de manual que se gana la vida como atracción de feria, como mentalista, hasta que se cruza con Molly (Rooney Mara) y da con la misma horma de su zapato. A partir de ahí, una enumeración de casi todos los ingredientes del cine negro, incluyendo el crimen, la chica y la pistola: «La idea detrás de la película es la de dejar atrás la invención de lo sobrenatural, que siempre proporciona un placer y una recompensa casi inmediata. Tanto para mí como narrador como para el público, como espectadores. Quería abrazar la sobriedad y una atmósfera más cercana a lo onírico, a lo “jungiano”. Ahí es donde entra en juego la oscuridad del cine negro, que no deja de ser un cine que analiza el subconsciente profundo del sueño americano», explica el director de «El laberinto del Fauno» a LA RAZÓN por videoconferencia. Y sigue: «Ello requirió herramientas muy variadas, porque narrar una película en la que el personaje de Stanton está en pantalla el 99% del tiempo requería una complicidad extrema con Bradley Cooper. Más que frente a un mural o a un fresco de la época, estamos frente a un retrato goyesco, de pintura negra de este personaje», añade con la didáctica de los grandes.
Así, y gracias a unas de nuevo extraordinarias Rooney Mara y Cate Blanchett —juntas por primera vez tras la prodigiosa «Carol»—, «El callejón de las almas perdidas» (”Nightmare Alley”) no es solo una lección más de la construcción de mundos del realizador más ducho en la materia del panorama actual, sino que, en los dos capítulos en los que se parte el filme, se convierte en tesis doctoral sobre el diseño de producción: «El diseño es historia y es personaje. No es solo visual, ni mera decoración. Parte de mi dirección es crear una unidad narrativa entre vestuario, decorado o luz. No son disciplinas individuales, sino que van fusionadas entre ellas y siempre a favor de los personajes y del guion. La manera en la que vestimos a Stanton, Lilith o Molly trata sobre quiénes son y qué función tienen en la película. Podemos analizarlo», se prepara el mexicano antes de sentar cátedra: «Molly es el único remanente del color rojo en la segunda parte de la película, trae con ella la vida del carnaval. Stanton cambia de trajes, siempre a mejor, pero arrastrando consigo corbatas grotescas, como él; el personaje de Lilith está enfundado siempre en vestuario apretado, opresivo, que define una personalidad llena de secretos. Al igual que lo hace su oficina, con todas las puertas secretas que dan a micrófonos, cajas fuertes o entradas alternativas. La mitad de mi trabajo como director es el de mesa, el de pre-producción. Y eso empieza mucho antes de que traigamos a los jefes de departamento, con la codificación visual», completa.
Un panorama incierto
Del Toro, que es consciente de que estrena su película en mitad de un cambio de paradigma, con Disney ya completamente a cargo de una película que firmó con su habitual 20th Century Fox y con unos datos de taquilla nada halagüeños al otro lado del charco, es sin embargo prudente a la hora de analizar la situación del medio: «Es muy pronto para dar por muertos a los cines. Y creo que es muy pronto para decidir hacer ninguna declaración definitiva. Yo lo entiendo, es más fácil dar titulares antes que ofrecer entendimiento. Prefiero el entendimiento al titular, porque llevará un par de años todavía saber dónde y cómo estamos, para salir de dudas», explica justo antes de pintar el sabor neoclásico de su filme, que remite por momentos a «La Strada» —tragicómico luchador de «wrestling» en la figura de Ron Perlman mediante— y en ocasiones al cine de lo «freak» de Herk Harvey: «Sí, en cierta forma sí podríamos decir que aspiro a lo neoclásico. La idea para mí, o al menos lo que esperaba conseguir, era hacer una aproximación mucho más onírica y cargada de atmósferas fabulísticas y extrañas hacia el cine negro. Un retrato de un invididuo, psicológico, con un aire mágico», añade.
Ese sabor tan añejo como apabullante de «El callejón de las almas perdidas», más cerca de «La Cumbre Escarlata» o de «Mimic» que de «La forma del agua», no solo es el gran acierto del filme, en su generoso metraje de dos horas y media, sino que además se puede entender como una especie de homenaje a una forma y a una época concreta de hacer cine. Quizá por eso, Guillermo del Toro decidió obviar por completo los referentes de la primera adaptación, dirigida por Edmund Goulding en 1947: «Lo importante era responder a las pulsiones de la novela. Realmente, aunque conozco la película del 47, no la usamos como referente ni para bien ni para mal. La película existe, y está ahí, pero nuestras decisiones no tuvieron que ver con ella, si no con servir a lo que entendemos que el autor original quería en el libro. Por eso, más que estudiar la novela, estudiamos la biografía de William Lindsay Gresham. Tanto como es posible», confiesa antes de dejar la enésima lección de la entrevista: «Era un personaje muy oscuro y que está ciertamente olvidado por la literatura americana. Y, curiosamente está ligado a la Guerra Civil española. Él oyó por primera vez historias sobre los “geek show” en la Brigada Lincoln, en los Pirineos, mientras combatía en la guerra. Era un tipo tan católico como comunista, y arraigado en la vida carnavalesca. Era una figura fascinante, y su novela es en cierto modo un diálogo “jungiano” con los componentes de su “yo”. Es increíblemente onírica, extraña», se despide el mexicano, que firma en «El callejón de las almas perdidas» su película más monumental y, en cierto sentido, su propia exploración de lo psicoanalítico, conjugando sus mundos oníricos con el subconsciente de Hollywood.