El Drogas es invencible
San Sebastián acogió el estreno del documental dirigido por Natxo Leuza sobre la vida de Enrique Villarreal, alma de Barricada
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Enrique Villarreal nació siendo especial. Todavía no era El Drogas, pero ya era único. Un mal desarrollo del nervio del ojo le llevó a ver la vida de otra forma. La de «un tipo deforme que camina torcido para ver lo que hay al otro lado», se define. A los siete años, el oculista dijo que se tenía que operar, pero que era cuestión de echar a cara o cruz si perdía el ojo, «así que mi madre prefirió un hijo tonto antes que tonto y tuerto», bromea el cantante.
Se comenzaba a forjar el carácter de un joven de barrio que llegó a mito. Chantrea, en las afueras de Pamplona, fue su patria. Un lugar en el que El Drogas se sensibilizó con los movimientos obreros a través de su padre y donde tomó conciencia de los problemas de la calle. Así lo asegura en el documental (dirigido por Natxo Leuza) que ayer se presentó en el Festival de San Sebastián y que lleva el nombre del artista.
«Desde los 18 fui consumidor habitual de hachís hasta hace una década y después fui probando casi todo de lo que había en cada momento». Para salir de dudas. Si en su querida Chantrea fue «bautizado», también en su barrio surgió la leyenda. De las clases de Historia nacerían sus primeras canciones: «Fue como hacer magia». Convertía los apuntes en letras como «Hiroshima», que cantaba en Kafarna, su primer grupo.
Pero el pelotazo iba a nacer con Barricada. Desde la Mili, amenazaba a su «socia» y pareja, Mamen Irujo, con formar un grupo y así lo hizo a su vuelta. La muerte de Franco, la de Lennon, las revueltas políticas, Motörhead, Sex Pistols... Fue el batiburrillo que mezcló para dar origen a la banda junto a Boni y Mikel Astráin en 1982. «La sensación era la de ser invencibles. Vivíamos tan intensamente que ni sabíamos qué hacíamos». Solo disfrutaban.
Las melodías del glam setentero inglés les entraban «como un supositorio» y fue a lo que se agarraron para «coger el camino». El jersey gordo de lana desapareció del armario de El Drogas y entraron chaquetas brillantes, zapatos, corbatas y pitillos. Rosendo se convirtió en el referente y, en dos años, lo llenaban todo. Eran unos vascos que imponían en el resto de España. Sin embargo, sus letras eran dulces, hablaban de feminismo cuando nadie lo hacía. Conectaban con los adolescentes de cualquier barrio, también en Vallecas.
Por entonces, cuando dieron el salto a la capital, Mikel, su batería, ya no estaba. Fue el primer golpe de un Drogas que viviría en la distancia otro gran tormento: «Hacía feliz a todos menos a los de mi familia». También sufrió, junto a su «socia», con «la perica»: «Teníamos conversaciones absurdas», y recuerda cómo fue la literatura la que le salvó. Pero la vida le reservaba otro palo para octubre de 2010, cuando se vio fuera de Barricada. «Toda la vida luchando por algo y, de repente, te ves en la calle». «Fue un final asqueroso», pero eso tampoco pudo con El Drogas.