Una historia del rap: superhéroes de barrio
Jeff Chang traza en «Generación Hip-Hop» la historia del rap desde los orígenes hasta principios de los años 90 que es mucho más que un tipo de música, es la cultura afroamericana narrada en tiempo real
Todo empezó por culpa de una autopista. Una que iba a conectar el centro de poder y riqueza de Nueva York, Manhattan, con los barrios residenciales periféricos. Una vía que favoreciese que las clases privilegiadas pudieran llegar al Downtown para trabajar en sus oficinas y volvieran a sus casas con jardín por la tarde en sólo 15 minutos. Esa vía, la Cross-Bronx Expressway, tenía que pasar por alguna parte, claro, y para ello derribar casas, partir vecindarios, levantarse como una muralla sobre pilones de hormigón. Esa autopista quebró y aisló al Bronx, expulsó a las clases medias y literalmente pasó por encima de 70.000 personas. Las familias blancas dejaron al poco el vecindario y las viviendas sociales se alzaron como inmensas colmenas en la gran oportunidad de la «reordenación urbanística». Ése es el nacimiento de un territorio conocido como las «siete millas», un círculo donde se puede rastrear el origen de uno de los géneros musicales hegemónicos varias décadas después, y una cultura que proporcionó una manera de entender el mundo y la sociedad a varias generaciones de jóvenes estadounidenses sumidos en la segregación racial: al desabrigo de esa autopista nació el hip-hop.
Así lo narra Jeff Chang en un excelente ensayo: «Generación Hip-Hop» (Caja Negra Editora) es mucho más que una mera historia del género musical. El autor viaja a Kingston (Jamaica) para enseñarnos la semilla de la que surgirá el rap, los «sound systems» con los que la palabra se hacía política en la isla de Bob Marley. Si el blues tenía su Mississippi y el jazz a Nueva Orleans, el hip hop plantó su semilla en la isla y germinó en el cinturón negro de la Gran Manzana. Chang nos hace imaginar barrios rebautizados como «little Vietnam», «the Jungle» o «la Meca» la clase de entorno en el que toda una generación de jóvenes a duras penas sobrevive. En 1983, la renta media de una familia blanca era 11 veces mayor que la de una negra. En 1989, 20 veces más. 1,2 millones de blancos abandonan el Bronx, cuyas calles dejan de alumbrarse y donde no entran las ambulancias.
La primera trinidad del rap
Las esquinas parecen necrópolis. Y a la vanguardia de esa decadencia las pandillas reúnen hasta a 11.000 jóvenes sin credo. «Toscos, sórdidos y sucios. Le cortan las mangas a la ropa y cosen parches nazis a la ropa. Carecían de ideología e idolatraban a los Ángeles del Infierno», escribe Chang. Así es como surge el graffiti, «como una forma irónica de expresión, un ataque contra la invisibilidad de una generación». En ese contexto surgirá la trinidad fundacional del rap: DJ Kool Herc descubre la técnica de pinchar las bases instrumentales, mientras Africa Baambaataa introduce el misticismo y el «conocimiento», un concepto que será fundamental en la historia del rap. Bambaataa fundó la Zulu Nation, una asociación cultural pacifista que trataba de sacar a los chicos de las pandillas y devolverles la autoestima por medio de lecciones espirituales: «Paz, amor y unidad» que soñaban con la prosperidad precolonial de la raza negra (el pueblo zulú, por ejemplo). Grandmaster Flash depuró la técnica a los platos hasta lograr una precisión milimétrica. Mientras el rap era ignorado por la América blanca, Flash y los suyos fueron escogidos por The Clash para ser sus teloneros de su primera visita a Nueva York en el año 81. Los punks de la ciudad escupieron y arrojaron botellas a los raperos. Joe Strummer, con su ética intachable, llamó «estúpidos» a sus propios seguidores por atacarles y ese gesto abrió camino: el rap saltaba la barrera invisible de la periferia al downtown. El club Roxy, un heredero del Studio 54 pero anticlasista, tuvo un papel fundamental: a él asistían Warhol, Madonna e Iggy Pop, y los punkis compartían barra con rastafaris, nuevos románticos o indies... para escuchar la nueva música negra y ver a esos chicos negros que limpiaban sus zapatillas blancas de deporte con un cepillo de dientes. «Pasamos de no ser admitidos a que nos invitaran a cocaína», relata Crazy Legs, uno de los raperos más reconocidos. De una forma análoga, las galerías de arte buscan un lenguaje nuevo frente al agotamiento de las tendencias pop. Los grafiteros, que llevaban tiempo «sampleando» (robando) imágenes de Munch, Warhol o Rauschenberg (a los vagones de la línea 5 del metro la llamaban «el MoMa sobre ruedas»), entran de lleno en ese mundo blanco y educado. Muchos de los pioneros del grafiti comparten cartel con Jean-Michel Basquiat y Keith Haring (que nunca pintaron un tren), con estilos más poderosos que los artistas de lienzo. Cuando ambos hayan muerto a finales de los ochenta sus obras valdrán millones, mientras los pintores de aerosol serán dejados en la cuneta.
Inundación de droga
Lo interesante de la narración de Chang es que trasciende el hip hop y se convierte en una historia general contada desde la perspectiva de los estadounidenses afroamericanos: por ejemplo, la inundación de drogas que llega a las calles de los desfavorecidos tiene su relato geopolítico. Los servicios de inteligencia americanos hacían la vista gorda a finales de los setenta y los ochenta con los narcotraficantes internacionales porque ese dinero financiaba guerrillas anticomunistas. Ocurre en Irán y también en Nicaragua contra los sandinistas o en Colombia frente al Ejército Zapatista. También en Bolivia o Córcega, y el Triángulo de Oro (entre Tailandia, Laos y Camboya) se configura como epicentro del tráfico de heroína contra el fantasma rojo. Sin embargo, las consecuencias no calculadas (o tal vez sí) es que las drogas vuelven a tomar las calles de los barrios negros, los más desfavorecidos, debido a un aumento sin precedentes de la oferta y la bajada de precios en picado. Así, es justo que en esta historia del hip hop tenga cabida el crack como un elemento más.
De igual manera, las políticas sociales de los sucesivos gobiernos son decisivas. Cuando la noche en el Roxy terminaba, el país se despertaba con 30 millones de parados, una tasa de desempleo del 22 por ciento entre los negros y el 36 por ciento de la población afroamericana viviendo bajo el umbral de la pobreza. Las Panteras Negras y la Nación del Islam no habían logrado terminar con el racismo y los chicos del barrio necesitan algo en lo que creer, un nuevo lenguaje completo, una ética y una estética, un vocabulario y y unos referentes que llegaron con grupos como Run DMC, Public Enemy y Rakim. Ellos tomaban del pensamiento de Malcom X, el ayatolá Jomeini o Mao Zedong para hacerse un mejunge ideológico. El hip hop adoptó con ellos su fórmula moderna y la principal característica: la competición por la mejor rima, el verso más ingenioso, como unos Góngora contra Quevedo retándose para mejorar. Jóvenes rápidos de palabra, duros, atléticos y ganadores. Pronto se constituyen en «la CNN de los negros» en una época en la que la desigualdad y los suburbios crecen vertiginosamente y las arcas públicas de la Administración de Reagan están esquilmadas. Chuck D., líder de Public Enemy, pregunta: «Cuando un chico negro no tiene ninguna figura paterna, ¿quién ocupa ese rol? ¿El traficante de drogas del barrio? ¿Michael Jordan, joder? No, son los raperos los que se le acercan y le dicen: ‘‘Esto es lo que quieres ser. Quieres ser como yo. Soy tu igual y te hablo todos los días’’. Así que LL Cool J, por ejemplo, le habla de una manera más directa, como sus padres nunca lo han hecho». Las peleas entre bandas, las diatribas del movimiento negro y su división encarnizada ocupan muchas páginas del libro. Especialmente cuando el rap cruza a la Costa Oeste, donde el crisol de razas es imposible. Coreanos, judíos, hispanos, negros, samoanos... En Los Ángeles se producen los peores levantamientos urbanos de la historia de EE UU. Varios miles de jóvenes mueren en las calles en la intifada americana. Los saqueos e incendios arrasan el descomunal suburbio en que se ha convertido toda la ciudad tras la deslocalización de las fábricas. «Si el blues había nacido de las extenuantes condiciones laborales, el rap floreció por el alienamiento de la clase trabajadora encerrada en su gueto», escribe Chang. «La situación se parece a la lucha conta el Vietcong», clama la Policía. La respuesta del Estado es la brutalidad policial, tanto que se llama a la guardia nacional a intervenir. California gasta más en cárceles que en universidades o institutos. Varios estados plantean la pena de muerte a partir de los 13 años y múltiples ordenanzas de seguridad –se prohíbe circular en coche a baja velocidad o reuniones de más de cinco minutos en la calle– serán declaradas inconstitucionales. De la misma manera que la revuelta en el Bronx de 1977, el levantamiento y la represión en Watts en 1992 es una coordenada esencial en la historia del hip hop. Grupos como NWA y Ice Cube sueñan rimando con matar policías y acuñan el nuevo prototipo de rapero: «Un rebelde intocable, sin causa. Pero al que ni la Policía ni las chicas ni sus rivales pueden hacer mella».
Lo llaman «cultura urbana»
Es el nacimiento del «Gangsta rap», en el que Chang ve un nuevo punk rock por actitud y filosofía. Aquí se funda uno de los mitos del rap moderno: el sagrado lugar de nacimiento por muy lumpen que sea y la «representación», algo así como «yo represento a mi barrio, hablo por ellos». Miles de chicos empiezan a escribir en casa. Y ocurre lo inesperado: a los blancos les gusta el rap. Después de 20 años de pandillas y de violencia, la economía de mercado descubre el pastel. Nike se convierte en la marca número uno mundial por su asociación con lo que pasará a llamarse «cultura urbana», y la primera lista informatizada de Billboard (basada en los códigos de barras) revela que se están vendiendo millones de discos de rap que las multinacionales ignoran. En un año, MTV pasó de no emitir ni un solo vídeo a incluir doce horas diarias de programación. De repente, nadie acusa a los raperos de racistas ni de violentos, ya no se hacen juicios sociológicos. El hip hop ingresa en la cultura americana por la puerta de los centros comerciales y emerge la última tensión, que sigue irresuelta: la de los auténticos raperos frente a los vendidos.