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Maria Mandel: la sanguinaria de Auschwitz

Reyes Monforte combina en «Postales del Este» una trama que alterna ficción con personajes históricos como Josef Mengele o Alma Rosé. Y que se fija en esta monstruosa mujer «que odiaba a los judíos tanto como amaba la música». Una historia sobre la memoria y la esperanza en medio del horror del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau

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«Hasta el niño judío en la cuna debe ser pisoteado como un sapo venenoso. Vivimos en una época de hierro en la que es necesario barrer con escobas de hierro». El Reichsführer de las Schutzstaffel, Heinrich Himmler, para muchos el segundo hombre más poderoso del Tercer Reich, tenía las escobas de hierro; solo necesitaba brazos del mismo material para acometer la «limpieza a fondo» ordenada por Hitler desde Berlín. «Las SS son un grupo de élite al servicio de Alemania. No hay lugar para sentimentalismos». El comandante en jefe de las SS necesitaba hombres que actuaran sin pensar, como los pastores alemanes –el perro favorito de Adolf Hitler– que él mismo ordenó utilizar en los procesos de selección y en los castigos corporales a los presos. Necesitaba SS que no flaquearan en el cumplimiento del deber, que no se dejaran llevar por la compasión, que aniquilaran la piedad de sus convicciones y no respondieran a la conciencia. Himmler encontró a ese hombre. Tenía nombre de mujer: Maria Mandel, la Bestia de Auschwitz.
La hebilla de hierro del cinturón de su uniforme, donde aparecía grabado el lema de las SS, le marcó a Maria Mandel el camino a seguir: Meine Ehre heißt Treue, «Mi honor es la lealtad». Su honor fue convertirse en Jefa de campo de Auschwitz-Birkenau, y su lealtad al Führer era la excusa perfecta para dar rienda suelta a su sadismo, a una crueldad con los prisioneros, especialmente mujeres y niños, que asombraba a Josef Mengele, a Josef Kramer y a Rudolf Hoss. El eclipse de Dios que, en palabras del preso judío Elie Wiesel, era Auschwitz, resultó ser el paraíso terrenal para una joven austriaca cuya imagen angelical, fiel reflejo de la raza aria loada por Hitler, nada tenía que ver con el demonio que escondía bajo su piel blanca, su pelo rubio, sus ojos azules, su cuerpo perfecto y su sonrisa infantil, nívea como los guantes blancos con los que cubría sus manos antes de golpear, azotar o asesinar a un preso, de los que se desprendía con orgullo después de realizar su trabajo, observando embelesada cómo se habían cubierto de sangre. Mandel era un monstruo con un insaciable apetito de muerte y violencia.
La joya del horror nazi
Con apenas 30 años, el 7 de octubre de 1942, la Bestia llegó a Auschwitz-Birkenau. Venía de escribir una de las páginas más negras del Holocausto en el campo de Ravensbrück, el mayor campo de concentración de mujeres del Tercer Reich hasta la construcción de Birkenau, el destino final de cerca de 400 mujeres españolas, donde no solo logró especializar la maldad y el odio, sino que instruyó a mujeres que aspiraban a convertirse en parte del gobierno de los campos nazis. Pero Auschwitz era otro nivel. Era la aristocracia de la perversidad, la joya del horror nazi. Atrás quedaban los domingos en la iglesia de Münzkirchen donde acudía con su padre, zapatero de profesión, su trabajo como funcionaria de Correos, su pretendiente polaco contrario a Hitler y su mala relación con su madre, enferma de hidropesía, incapaz de disimular el odio que profesaba a su hija.
Mandel tenía otros planes. Con ella no funcionaba la ecuación de las tres K enunciada por Hitler sobre el papel de la mujer en la lucha del nazismo, Kinder, Küche, Kirche (niños, cocina, iglesia), y que repetía insistentemente incluso cuando, en 1934, habló ante la Organización de Mujeres Nacionalsocialistas: «Una madre de cinco, seis o siete niños sanos y bien educados hace más por el régimen que una abogada». La lucha de Mandel se escribía con su látigo, su Luger, lanzando su pastor alemán contra los presos y moviendo su dedo índice de izquierda a derecha en la temida die Rampe del tren, marcando a los deportados el camino al crematorio o al barracón de trabajo. Así escribía su historia SS-Lagerführerin Mandel en el enjambre de barracones que tejían el engranaje deletéreo de Auschwitz-Birkenau a los largo de 175 hectáreas, la mujer más poderosa del campo de exterminio y puede que de la Alemania nazi, responsable del asesinato de medio millón de personas.
No se arrepintió de ninguno de ellos: ahogaba a recién nacidos en cubos de agua, enviaba a embarazadas al crematorio, azotaba con su látigo hasta la muerte a prisioneras por escribir un poema en un billete de 10 zlotys, por caminar despacio o por mirarla a los ojos, incluso se excitaba sexualmente contemplando los experimentos médicos que su amigo y amante ocasional, el doctor Mengele, realizaba a las presas. Era su rutina. Con el rostro iluminado por la excitación que le provocaba saberse dueña del destino de cientos de miles de personas, regresaba cada noche a su despacho, se cepillaba el pelo, se servía un vaso de licor dorado y escuchaba un aria de “Madama Butterfly”. Había sido un día más de trabajo, nada más. «Das Leben muss weitergeben», decía, «La vida sigue», haciendo suyo uno de los pilares del nacionalsocialismo sobre la aniquilación de los judíos: el exterminio del más débil representa la vida del más fuerte.
Dualidad diabólica
SS-Lagerführerin Mandel era una mujer caprichosa. Existía una dualidad diabólica en su personalidad que le hacía abrazar una permanente contradicción. Odiaba tanto a los judíos como amaba la música. Fruto de esa pasión creó la Orquesta de Mujeres de Auschwitz, bajo la dirección de la famosa violinista Alma Rosé, sobrina de Gustav Mahler, a la que salvó de la cámara de gas al rescatarla del Bloque 10 –el temido barracón de los experimentos del Todesengel Mengele–, obviando su condición de mischlinge, una mezcla de razas ilegal y venenosa según las leyes raciales nazis. Mandel podía llorar con un aria de Madama Butterfly, con el Rêverie de Robert Schumann, las Czardas de Vittorio Monti o los Aires Gitanos del español Pablo de Sarasate, pero nunca con el asesinato de presos. A veces, disfrutaba combinando ambas pasiones, como cuando ordenaba a las prisioneras cantar el Horst Wessel Lied, el himno nazi, durante los pases de revista o los procesos de desinfección.
La Bestia siempre llevaba la voz cantante. Estaba acostumbrada a tener la última palabra, que solía ser la única. En Auschwitz, la escritura estaba prohibida para los presos como lo estaba llorar, contestar, cuchichear, esconder comida o suicidarse contra la alambrada electrificada. Pero el exterminio justificaba la excepción. Mandel se encargaba de entregar a los recién llegados unas postales para que escribieran a sus familiares. Mentiras con matasellos, las denominaban los presos, mentiras para alimentar el desconocimiento, el mejor aliado de las SS para su maquinaria del terror. Lo reconoció Rudolf Vrba, uno de los presos que, junto a Alfred Wetzler, logró escapar del campo en abril de 1944 portando consigo documentos, fotografías y mapas de las cámaras de gas y los crematorios: «Auschwitz solamente ha sido posible porque la víctimas que llegaban no sabían lo que ocurría aquí». Por eso Mandel obligaba a los prisioneros a fechar sus postales en otro lugar. Cuando esas postales eran enviadas, con el único fin de conocer el paradero de los judíos que aún no habían sido detenidos y deportados, sus remitentes ya estaban muertos. Pero hubo una prisionera que convirtió esa farsa en un pasaporte a la supervivencia : Ella –nombre de ficción pero basado en hechos reales– llegó al campo en septiembre de 1943. Gracias a su conocimiento de idiomas y a una perfecta caligrafía, entró como copista en el Bloque de Música así como en el Bloque Kanada, el almacén donde iban a parar los equipajes de los deportados.
Mensaje de despedida
El hallazgo de un mensaje de despedida, oculto en el dobladillo de un abrigo infantil, hizo que Ella empezara su particular resistencia: escribir en el reverso de las postales y las fotografías que encontraba entre las pertenencias de los presos, los nombres de las personas que estaban siendo asesinadas; escribiendo sus nombres, mantendría viva su memoria. Después, escondía esas postales en la tierra del campo. Fueron muchos los presos que enterraron en ese suelo pantanoso mensajes, fotografías y cartas, por miedo a que un día todo aquello desapareciera, ellos los primeros, sin que el mundo conocería lo que allí había sucedido. Auschwitz-Birkenau estaba construido en mitad de un bosque de abedules, un Birkenwald. Lo que quizá desconocían los nazis es que el abedul se enraíza y prende en los terrenos más desolados y, con el tiempo, logra repoblar la tierra arruinada con nueva vida.
La muerte de Alma Rosé precipitó la desaparición de la Orquesta de Mujeres, al igual que la rebelión de los Sonderkommandos el 7 de octubre de 1944, con la voladura del Crematorio IV, anticipó la salida de la Bestia hacia el subcampo de Mühldorf, en Dachau. Tres años después de recibir la Cruz al Mérito Militar de Segunda Clase, Maria Mandel era juzgada por crímenes contra la humanidad en un Tribunal Cracovia en 1947, tras su detención por el ejército de Estados Unidos, el 10 de agosto de 1945. Fue declarada culpable y condenada a la horca el 22 de diciembre de 1947, una sentencia que se ejecutó el 24 de enero de 1948, cuando Mandel tenía treinta y seis años. Nadie escribió su nombre en ninguna postal. Pero ella sí intentó salvar su vida escribiendo al presidente de Polonia una carta de dos folios implorando piedad. La carta llegó a su destinatario, pero la respuesta nunca llegó a la Bestia de Auschwitz. Murió a primera hora de la mañana, la misma hora que las señales acústicas sonaban en el campo de Auschwitz-Birkenau para sacar a las presas de sus barracones.