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Lluís Pasqual: «La tragedia de las residencias de ancianos nos debería avergonzar para siempre»

Lúcido, y superado el recelo inicial por la falta de medidas para la cultura, este hombre de la escena mira al futuro sin ninguna nostalgia porque, dice, no se la puede permitir
ShootingLa Razón

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Lluís Pasqual (Reus, 1951) saltó como un resorte cuando veía que pasaban las semanas de esta crisis y la cultura, su cultura, se iba ahogando sin que a nadie en las instituciones pareciera molestarse. Dice que no escribió esa carta al ministro de Cultura por estar cabreado, sino «justamente indignado». Plasmaba un sentimiento colectivo: «Alguien tenía que poner por escrito que la postura del Gobierno era intolerable», explica semanas después y algo más aliviado.
–¿Cómo lo lleva?
–Creo que bien. Al margen de las obligaciones que conlleva mi profesión y mis responsabilidades siempre he sido algo misántropo. Si no fuera por las absurdas pesadillas... en blanco y negro... pero eso también le ocurre a una gran parte de la población
–¿Ha aprendido algo nuevo de usted mismo?
–No sabía que tenía tanta paciencia. Y eso que la he ejercido mucho a lo largo de mi vida.
–¿Y del resto de personas?
–Descubrir que los vecinos, como en los pueblos pequeños, pasan de ser anónimos a formar parte de tu familia temporal. Intensamente, como en la mili.
–¿Alguna afición oculta que desconociera?
–He vuelto a mi amor y mi admiración por el arte de cocinar, que necesita, sobre todo, tiempo.
–¿Cómo ha ocupado las horas?
–Básicamente en reencontrar diariamente amigos. La amistad ha vuelto a ser esa flor que uno puede y debe regar a diario.
–¿Salió a desfogarse el primer día de «semilibertad» o prefirió huir de las masas?
–Salí, muy temprano, protegido como un astronauta, a dar un largo paseo y a reencontrar la alegría en la cara de las personas con las que me cruzaba.
–¿Nos hemos vuelto irresponsables (idiotas) o ve normal que después de dos meses encerrados la gente se salte algunas normas?
–Puedo entender perfectamente los impulsos suicidas, pero nunca entenderé el egoísmo de la irresponsabilidad frente a los demás cuando lo que se demanda –higiene, mascarilla y guante (por supuesto si uno los encuentra y los puede pagar)– tampoco es tan difícil.
–¿Cree que los de arriba están llevando bien la situación?
–La gestión de lo desconocido es lo más difícil para el ser humano. Sin duda, en todo el mundo se han cometido errores, casi todos consecuencia de imperdonables errores anteriores: la intolerable tragedia de las residencias de ancianos, por ejemplo, que nos debería avergonzar a todos para siempre y que no es solo una cuestión sanitaria. Pero en España ya existe una frase para eso: «Una cosa es torear, y otra, ver los toros desde la barrera».
–La mayoría de países han cerrado filas en torno a su gobierno, aquí parece diferente.
–Somos un país cainita, eso no es nuevo. Pero tener que constatarlo una vez más en una situación así duele e indigna mucho. Me cuesta admitir eso de que «tenemos los políticos que nos merecemos». Si examino mi vida, mis ideas y mis actos a algunos, francamente, no me los merezco.
–¿Para qué sirve la cultura en estos momentos?
–Sirve siempre, y en estos momentos tal vez más, para elevar el espíritu del ser humano frente a la desazón de nuestra propia caducidad. Morimos un poco cada día y la cultura, que siempre es un acto compartido, alivia nuestra soledad, quizá la más terrible enfermedad de nuestra época.
–Le vimos muy cabreado hace unas semanas, ¿se le ha pasado ya el mosqueo?
–No estaba cabreado. En el cabreo hay siempre algo de irracional. Estaba justamente indignado. Creo que el contenido de mi carta está hecho de argumentos, no fue ningún pronto. La verdad es que después de escuchar al ministro de Cultura he sentido un poco de alivio por algunos de mis compañeros, pero no me ha tranquilizado. Tener que escuchar la nefasta expresión «industrias culturales» y solo más tarde, como coletilla obligada, «valor fundamental» eso sí me cabrea.
–¿Por qué envió esa carta?
–Alguien tenía que poner por escrito que la postura del ministro, y por lo tanto del Gobierno, era intolerable. Pero no era más que la expresión de un sentir colectivo, no una posición ni una ocurrencia personal, si no no lo hubiera hecho.
–Usted ha tratado con unos cuantos responsables culturales, ¿cómo calificaría la actitud del ministro Uribes?
–Me pareció y me parece la actitud de alguien con un desconocimiento absoluto de la materia de la cual es el responsable primero y último. Aunque tampoco es la primera vez que eso ocurre en el Ministerio de Cultura.
–¿El problema del sector no viene desde el momento en el que se prescindió de un hombre como José Guirao y se apostó por otro más aficionado al Deporte que a la Cultura?
–En este mundo de especialistas puede que sea así, pero no estoy tan seguro: Manolo Vázquez Montalbán era un conocedor apasionado del fútbol y, al mismo tiempo, un magnífico escritor.
–Dijo que este país no quiere a sus artistas, ¿es algo de las instituciones o se puede llevar a la gente de la calle?
–Las instituciones son, en este caso, un reflejo de la sociedad. Pienso que es básicamente algo que empieza con la educación y la enseñanza que debería ser una transmisión de valores y de conocimiento y que son nuestro punto más débil. Pero eso no es nuevo. Con otras palabras, pero con el mismo sentido, ya lo dijeron Quevedo, Machado, Fernán Gómez y tantos otros...
–Recordemos que Alemania declaró la cultura «bien de interés general» prácticamente desde el primer día. ¿Siente envidia de esa prioridad?
–Por supuesto, pero la cancillera Merkel no decía algo nuevo para los alemanes, sino que constataba y recordaba una idea que ya estaba presente en su imaginario colectivo antes de esta pandemia. La cita de Winston Churchill con la que acababa mi carta al ministro («si eliminamos los medios que dedicamos a nuestra Cultura, ¿alguien me puede decir para que hacemos la guerra?») era paradigmática en ese sentido. Y han pasado casi ochenta años...
–Y, en particular, ¿cómo ve el futuro del teatro? Ha pronosticado muchos «muertos».
–El maldito coronavirus y sus consecuencias han envenenado de una manera letal una raíz que es común al ser humano en su comportamiento social y también al teatro: la necesidad de estar juntos y compartir sentimientos. De la misma manera que ha producido miles de víctimas mortales, también ha necrosado una parte de nuestra relación con los demás, como el hecho de compartir una función de teatro o un concierto.
–¿Ha encontrado la paz desde su salida del Lliure?
–Si encontrar algo tan difícil como la paz dependiera de dirigir o no un teatro vivir sería mucho más fácil. Eso para mí ya es historia, y muy lejana.
–Ahí conoció de primera mano lo que son las «fake news». ¿Por qué tiró la toalla?
–La mentira y su hija natural la calumnia son parte del comportamiento humano. Shakespeare lo cuenta de manera magistral en «Otelo». Y las «fake news» han existido siempre. ¿Cuántas veces se dio por muerto a Carlos V o a Napoleón por razones políticas o bélicas? El problema es que con la invención de lo que llamamos redes sociales se han convertido en el protagonista que distorsiona la información que nos bombardea todos los días y nos convierte en el eco de esas falsedades. Con el añadido de que su creación y propagación están al alcance de cualquier imbécil o malvado que posea un mínimo de tecnología. Nuestra civilización ha creado miles de profesionales del engaño que se dirigen a millones de personas para provocar reacciones generalmente de cintura para abajo.
–¿Qué daño hacenestas falsedades a la sociedad?
–Lo dijo muy clarito Meryl Streep hace unos años: «No puedo permitirme perder el tiempo con personas que no me interesan». El Lliure fue una parte muy importante de mi vida durante mucho tiempo. Dejó de serlo al día siguiente de mi dimisión. No pretendo simular que no me doliera. Pero la gente de teatro no podemos permitirnos la nostalgia. Es algo genéticamente incompatible con mi profesión, que es una parte fundamental en mi vida.
–Sorprendió su salida del Soho. Algunos quisieron ver problemas con Antonio Banderas. ¿Por qué se fue?
–Cuando Antonio me propuso dirigir el Teatro del Soho, tanto él como yo sabíamos de mi convicción de no dirigir nunca más un teatro. Llevo haciéndolo desde los 24 años. Hay un tiempo para cada cosa dice el «Eclesiastés». Y ese tiempo para mí ya pasó. Gracias a una amistad mantenida durante cuarenta años, Antonio me tendió generosamente una mano en un momento para mí difícil y yo quise corresponderle en una aventura para él compleja en que mi cercanía y mi experiencia podían serle útiles. ¿Qué es la amistad si no? En cuanto se consiguió abrir el teatro y planificar la primera temporada mi presencia dejó de tener sentido.
–¿Todo esto cambiará algo de la forma de hacer teatro?
–El período que siguió a la Segunda Guerra Mundial trajo un profundo cambio de contenido y de forma en el arte de la representación. Aunque todo procedía de unas ideas que estaban ya en germen antes de la contienda. Aunque esto no sea una guerra, en determinados aspectos se le parece. Mi deseo y mi esperanza es que se produzcan formas nuevas e ideas nuevas y no copias desmejoradas de lo que nos ha precedido. La esencia del teatro siguió y seguirá siendo la misma: la reunión y el encuentro de una sociedad que intenta explicarse a sí misma a través de la metáfora y de una mentira consciente, libre e inteligentemente pactada.
–¿Y qué cambiará en la sociedad? ¿Y en usted?
–Eso no lo sabe nadie. Solo sé que me asusto cuando oigo hablar de un «retorno a la normalidad» como si los principios que fundamentaban nuestra sociedad hace escasamente tres meses fueran normales y no, en la mayoría de los casos, una fachada corroída y vetusta, sostenida por unos hilos tan endebles como perversos. En cuanto a mí solo deseo, al margen de esta plaga de dimensiones bíblicas, seguir el camino que me permita ser mejor como persona y ayudar en lo posible a que los demás también lo sean. Todos aspiramos, con la edad, a una utópica serenidad. Como decía el gran Alfredo Alcón: «Desgraciadamente, el mundo está lleno de viejos boludos».