Viajes
Ser soñador resulta útil cuando se viaja. O acostumbrarse a pasear por los extremos de la vida, que son los más oscuros en las calles periféricas de cualquier gran ciudad y los más perfumados en las bulliciosas zonas céntricas. Ocurre con el viajero que pierde en algún momento de sus viajes los brazos y las piernas, el pecho y los labios, el pelo, y quedan de él nada más que dos ojos desprovistos de párpados que todo lo miran con expresión extática. Estos ojos sueñan al contemplar paisajes y monumentos creados por hombres de leyenda, y se limitan a observar, desprovistos como están de un cuerpo que los acompañe, los extremos horribles y maravillosos que la vida resbala frente a ellos.
Este tipo de cualidades son indispensables cuando se visita el Preah Barom Reachea Vaeng Chaktomuk, comúnmente conocido como el Palacio Real de Nom Pen. No existe otra opción cuando se cruzan sus puertas de entrada, dejando atrás los pecados más vergonzosos del ser humano que se estancan en las aguas turbias del Mekong. Se cruza con la elasticidad de un paso la frontera entre dos mundos opuestos: afuera, coloreada de tonos grises, abandonamos la difícil rutina de un amplio número de camboyanos; dentro, hacia la luz, se desarrolla una vida cargada de colores dorados, rojos bermellones y ostentosidad propia de los reyes de fantasía. Hacemos tripas corazón al abandonar el mundo real, dominados por una frialdad inquietante, y nos disponemos a descubrir esta pequeña esquina camboyana vacía de penurias.
Dos hermanos y una corona
Todo palacio ostenta una carga inevitablemente simbólica. Ya sea para demostrar el poder de los gobernantes, sus riquezas o incluso su aburrimiento, estos edificios prohibidos para los mortales corrientes guardan en sus cimientos las leyendas que permitirán mantenerlos vivos a lo largo de los siglos siguientes. Sin ellas, están perdidos. Los cimientos del Palacio Real de Nom Pen deben entenderse entonces a partir del hombre que impulsó su construcción y su difícil relación con su medio hermano, Si Votha.
El nombre del impulsor, del monarca de Camboya entre 1860 y 1904, es Norondom. El último de los reyes míticos que calentaron el trono camboyano, conocido por haber tenido 47 esposas a lo largo de su vida. Su reinado sucedía a cinco siglos de luchas internas casi constantes entre diferentes facciones aristocráticas, unos combates que arrasaron sin miramientos el país y obligaron a mover la capital hasta nueve ocasiones, desde el siglo XV hasta los años que gobernó Norondom. Todos los palacios reales que pudieron construirse en este periodo fueron arrasados por el fuego y el acero. Todos los reyes habían sufrido intrigas de una forma u otra, y el propio Norondom guerreó durante décadas contra su medio hermano para hacerse con el control de su reino. Sin palacio. Sin capital estable. Debemos saber que la autoridad que mana un rey, en gran medida pura voluntad popular, se desvanecía en Norondom a partir del mínimo viento que soplara, era un rey sin capital, sin palacio, prácticamente se trataba de un rey sin reino. No fue hasta 1863 que pidió ayuda a la poderosa Francia y firmó un tratado durísimo para convertir Camboya en un protectorado francés.
Fue necesario firmar este tratado para recibir los apoyos necesarios con que derrotar al peligroso Si Votha. Y tras derrotarlo, ¿qué hacer cuando se ha conseguido agarrar con fuerza la corona, cómo demostrarlo? La respuesta es sencilla: bastaría con construir un palacio que perdurase a lo largo de los siglos siguientes en el suelo de su capital fijada. Un bastión irreductible que asegurase la estabilidad de su dinastía. Así ordenó construir en 1866 este impresionante palacio con 18 edificios y estupas que lanzan destellos de luz dorada incluso durante las noches más oscuras. El sentido de su estrafalaria obra queda entonces claro, podemos escuchar lo que Norondom quiso gritar a sus súbditos con ella: “los años de guerras e inestabilidad llegan a su fin con este nuevo palacio y esta nueva capital. Haré un palacio tan hermoso y cargado de impresionantes riquezas que nadie osará destruirlo, jamás. De esta manera mantendré el trono en manos de mi estirpe”.
Los templos de palacio
De los 174.870 metros cuadrados que ocupa el Palacio, en realidad un complejo palaciego por su gran número de edificios, solo es posible visitar la mitad de su área. Queda dividido en dos zonas bien delimitadas que separan las dependencias reales - utilizadas por nadie más que la Familia Real y su corte - y una segunda zona abierta al turismo.
Los primeros pasos, vacilantes, muy pequeñitos como los de un insecto que se perdió en la compleja madriguera de un mamífero mayor, se ven rápidamente rodeados por un confuso huracán de túnicas anaranjadas. Entran y salen del campo de visión de los ojos pasmados, revolotean sus pliegues cuando atrapan una corriente de aire. No sería complicado encontrar entre cincuenta y cien monjes budistas en una visita al Palacio Real, sin importar el día. Esto se debe a que el palacio va más allá de la sencilla residencia de un monarca. Supone el centro de su poder, el centro de su capital, el núcleo de su reino. Resulta imprescindible reunir a los representantes más influyentes de Camboya en un mismo recinto, para tenerlos así contentos y vigilados, y esto incluye a los monjes budistas que manejan las riendas espirituales del país. El Templo del Buda Esmeralda es el más grande del complejo palaciego. Sus columnas de blanco apastelado enmarcadas por láminas de oro, unidas a los bordes de sus tejados que son puntiagudos como si pretendiesen rascar a las nubes que vuelan bajas, llaman inmediatamente la atención del visitante.
Los monjes entran y salen con la piedad que se requiere del majestuoso edificio, contrasta la sencillez de sus túnicas con los elaborados grabados de las paredes. Ellos consiguen equilibrar las riquezas de este pequeño mundo intramuros para mitigar la impresión de quien haya paseado anteriormente por las orillas del Mekong. La estupa (edificación budista que se utiliza para albergar reliquias) del rey Norodom y la estupa del rey Ang Duong dominan con quietud los muros orientales del palacio. A su alrededor se congregan dos clases de animales, son siempre los mismos: pueden ser monjes y fieles camboyanos que acuden hasta aquí para presentar sus respetos, o las criaturas sin cuerpo de las que hablábamos, los ojos pasmados, contando una a una las hábiles filigranas que decoran los monumentos.
Una tentación para los ladrones
Los tesoros de un palacio consiguen aportar la guinda en su asombrosa apariencia. Son la voz definitiva que nos susurra quién manda, recordándonos que nosotros podemos admirar el poder, incluso respirarlo, pero jamás podremos tocarlo ni acercarnos demasiado a él. Quizá esta sea la razón por la cual ningún visitante puede entrar en el Salón del Trono en Nom Pen. Nada más que podrá verlo desde el exterior y cuidarse de que los guardias de seguridad no le descubran tomando una fotografía.
Los tesoros del Palacio Real de Nom Pen llevan inyectados grandes dosis de historia. Sobresale entre ellos el Buda Esmeralda, cuyo edificio ya conocemos. Situado en lo alto de una compleja pirámide de símbolos religiosos y tallado en jade hasta parecer pura mantequilla, el Buda ilumina los ojos incorpóreos del visitante extranjero. Le hacen sentir unas ganas irresistibles de enloquecer, reaparecer, trepar esa pirámide y llevárselo consigo. No creo haber visto nunca otra figura religiosa que haya despertado en mí deseos tan perversos.
Algo parecido ocurre con el mural que recorre durante 640 metros la pared interior del muro sur del complejo. Enjalbegado a principios del siglo XX aunque la humedad de la capital ha terminado por arrancar pedazos enteros de pintura, representa el relato épico del Ramayana. Entre los amplios espacios desaparecidos, el visitante puede apreciar combates sacados de los años más místicos de Camboya. Animales y hombres enfrentados entre sí, demonios y animales, hombres y demonios, hombres contra hombres se amontonan con los rostros retorcidos por la ira a lo largo del mural. El Ramayana es un cuento del siglo X a. C, nada más, sazonado con breves trazas de realidad tergiversada, y sin embargo es capaz de arrancar escalofríos al visitante más avezado, a partir de las grotescas criaturas representadas con un estilo típicamente sánscrito.
No puede faltar el Pabellón de Napoleón III, emperador de Francia en el momento que se firmó el tratado de protectorado con el rey Norodom. El emperador francés también quiso incluir su firma en el que sería el centro del reino camboyano, regalando al afortunado monarca un edificio que contrasta bruscamente con el resto del complejo. De estilo colonial francés, ennegrecido por la humedad, desgastado por el viento y construido con hierro para sobrevivir a climas más secos, aparenta ser un edificio anterior al palacio donde el resto centellea, que nadie se atrevió a mover cuando decidieron instalar los edificios dorados.
Más detalles pueden encontrarse en este palacio lejano que se construyó para brillar. Tantos que ni siquiera yo pude encontrarlos todos. Seguirán allí, supongo, aguantando los bofetones de la lluvia. Escondidos tras los gruesos muros que los separan de un mundo gris, melancólico y rabiosamente real.