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La lujuria del poder: las razones que llevaron a Luis XIV a construir Versalles
Revisamos la historia detrás de la construcción del famoso palacio, profundamente ligada a las decisiones políticas del Rey Sol.
El rostro del poder
Amplios jardines y bellas fachadas saludan al visitante cuando pasea el palacio de Versalles. Salas del servicio ocupan el doble que nuestros apartamentos. Los adornos de las paredes y los techos, finamente tallados por la mano de los más selectos artistas franceses del siglo XVII, rematan en esta y aquella esquina los límites de la perfección. Brilla, como el oro, la madera suave. Y al atravesar la galería de los espejos, el asombro ya es incurable. Por esto es habitual, al encontrarse con el palacio, escuchar de fondo alguna voz crítica que comente lo déspotas y tiránicos que fueron los reyes franceses. Mientras el pueblo malvivía a duras penas, ellos se divertían edificando chozas como esta. Pero que no les engañen, estos que comentan están igual de asombrados, se tapan la boca con las manos pero la boca está abierta y los ojos brillan, anegados de la luz que el palacio les ofrece.
La mente pensante de esta bárbara muestra de poder y riqueza fue el rey Luis XIV de Francia, conocido por allegados y súbditos bajo el título del Rey Sol. ¿He dicho allegados? El Rey Sol no tenía allegados, no se permitió tal lujo, tenía súbditos, quizás algunos pudieron serlo de mayor grado, pero eran todos súbditos, pequeños astros mareados dando vueltas en torno a su eterna figura. Este monarca, padre del absolutismo francés, el rey más longevo en la historia del país, vencedor en numerosas guerras y promiscuo hasta la saciedad, pensó que convertir el palacio de caza de su padre, Luis XIII, en el centro de su corte era una estupenda idea. En París se descorrían demasiados secretos, las tramas se volvieron tediosas por ser tan habituales. Se ha llegado a decir que aborrecía París y lo único que quería era estar lejos de la capital, pero la realidad es que este hombre grandioso (para lo bueno y para lo malo) no fundamentaba sus pensamientos con ideas tan sencillas.
Su obsesión era el poder. Cogerlo con la mano y no soltarlo jamás, pero además conocía la importancia que implicaba mostrar ese poder. A las cotorras de París, a Francia, al mundo entero. Era en el despampanante Versalles, un palacio construido como por obra de un arquitecto de los sueños, donde los súbditos de Luis XIV se empequeñecían bajo los techos de su grandeza. De puertas para afuera, los jardines delicadamente podados y diseñados por el jardinero André Le Nôtre mostraban las capas exteriores de ese poder. Poder, y por si alguno jugaba a los traidores y procuraba arrebatárselo, o al pueblo se le ocurría alguna travesura revolucionaria, bastaba un vistazo a Versalles para saber que con el Rey Sol no se juega. Su liga era otra, y en ella solo enfrentaban los monarcas más poderosos de Europa.
El Palacio de Versalles es, por tanto, una declaración de poder. Y a medida que crecía el poder del rey francés, crecía el número de habitaciones en su palacio. Cada etapa de su reinado vino acompañada por una etapa de construcción en Versalles.
Las etapas en su construcción
Durante la primera etapa, entre 1661 y 1668, Luis XIV reclamó ciertos territorios de los Países Bajos españoles, inició la Guerra de Devoluciones contra un despistado Carlos II de España y conquistó sin dificultades Flandes y el Franco Condado. Ordenó construir dos alas laterales en Versalles para crear un patio de armas, e incluso encontró tiempo para ser amante de Enriqueta de Inglaterra, la esposa de su hermano. Una pasional relación que su hermano consentía sin demasiadas quejas por ser abiertamente homosexual y no tener interés alguno por su mujer. Una mujer que botaba alegremente con su marido cuando buscaba hijos, con su rey y cuñado, o con el amante de su marido, Armand de Gramont. Es evidente que los años de juventud en la familia real francesa fueron frenéticos entre alcobas. Durante su primer matrimonio con María Teresa de Austria, Luis XIV disfrutó de incontables amantes entre las que se encuentran, aparte de la citada Enriqueta, Françoise de Rochechouart, María Angélica de Fontanges, Madame de Montespa y Luisa de La Vallièren.
Durante la segunda etapa en la construcción del palacio, entre 1668 y 1678, el rey ya pensaba efectuar un traslado definitivo de la corte a su residencia en Versalles. La nobleza francesa discutió esta decisión y la criticaba abiertamente, a sabiendas de que los planes del Rey Sol pasaban precisamente por reunir todo el poder en aquél palacio, pero sus voces fueron mudas. El rey buscaba, ellos lo sabían, diferenciarse claramente del resto de los nobles para situarse definitivamente por encima de ellos. Con ese palacio rebosante de lujo. Ese palacio era el símbolo del absolutismo que ya llevaba años cociéndose en Francia, y si se terminaba con todo su esplendor y la corte se trasladaba hasta allí de manera definitiva, Luis XIV habría ganado la partida a la nobleza. Para el momento en que cerca de 20.000 personas habitaban Versalles y el palacio ya era un sólido reflejo de lo que acabó siendo, la nobleza francesa se supo definitivamente derrotada y se postró sin condiciones alrededor de su rey.
La tercera y última etapa coincide con el periodo de mayor auge en el reinado del sol. Entre 1678 y 1692, el monarca comprendió que el mundo estaba cambiando, las reglas eran nuevas y las trampas que esto permitía todavía no eran conocidas a nivel internacional. Nuevas reglas, nuevas trampas, y tras firmar la Paz de Nimega en 1678 comenzó un nuevo tipo de guerra de conquistas en el mapa europeo. Luis XIV supo antes que el resto que la diplomacia y las leyes que creaban los distintos tratados internacionales podían sostener un peso suficiente para entregarle grandes territorios, sin necesidad de derramar una gota de sangre. Recuperó en pocos años las tierras cedidas en la Paz de Nimega, se hizo con el control de Estrasburgo y restringió el poder papal en Francia. Al igual que añadía detalles a Versalles, ahora en el jardín, ahora una capilla en el Ala Norte, ampliaba el poder francés sobre el mundo.
El control absoluto del Rey Sol
La paz interna estaba asegurada al recluir a la nobleza en Versalles, bien a mano, para evitar cualquier intento de rebelión que pudiesen tramar. Las arcas reales se multiplicaron con la subida de impuestos a estos nobles censurados y la riqueza que trajeron las colonias. El monarca aumentó sus territorios en Norteamérica y el Caribe, e inició relaciones con los reyes africanos, preparando la masa que finalmente compondría el gran bizcocho del imperio colonial francés. ¿Qué sensación causaría en los reyes africanos, orgullosos aunque procediesen de mundos distintos, al pisar los pasillos de mármol en Versalles? ¿Qué rey en su sano juicio no querría ser amigo de quien guarda tamañas riquezas?
Cuando el Palacio de Versalles estuvo finalmente construido, ya nadie se molestaba en contradecir al Rey Sol. La última piedra que se puso significó el último paso para asentar la monarquía absolutista en Francia, que ya no se perdería hasta la Revolución Francesa un siglo después. El palacio pasó a ser el rey, o el rey un palacio, tan gloriosos ambos con sus respectivos adjetivos, brillantes, geniales, complejos, intocables frente a cualquier mano. Igual que el palacio y sus jardines se extendieron metro a metro cada año, la influencia de Francia en el mundo se extendió cientos de kilómetros cada uno de esos años, hasta Persia, hasta la China más lejana, ya fuera mediante la fuerza, la diplomacia, o una intrincada red de espías en los reinos que parecían escapar a su poder. Palmo a palmo, crecía su reino a la par que su palacio.
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