Viajes
¿Qué queda para ver de la Primera Guerra Mundial?
Lujo y horror, trincheras y hoteles de cinco estrellas, tumbas sin nombre y personajes de novela
Cien años después de uno de los conflictos más sangrientos de nuestra Historia, sorprende el escaso conocimiento que guardamos sobre este en nuestro imaginario colectivo. Oculto tras una capa de horror todavía más espesa, la de la Segunda Guerra Mundial y las masacres nazis sobre judíos y rusos, o las estadounidenses sobre los japoneses, parecería que el ser humano aguanta un máximo de horror posible. Tras la locura de Hitler, las trincheras y las matanzas de millones de jóvenes parecen haber sido relegadas a un segundo plano, al desbordarse nuestra capacidad para afrontar ese horror.
Cuando muere la guerra
La naturaleza o nuevas construcciones del hombre han terminado por cubrir, a lo largo de este último siglo, cada resquicio que pudiese recordarnos esta primera Gran Guerra motivada por la competitividad colonialista y las ambiciones de ciertos imperios moribundos. El hombre y la naturaleza parecen haber escondido esta guerra, avergonzados y abrumados por sus escalofriantes cifras, a la espera de que, dentro de otros cien años no quede un solo rastro que permita descubrirla. Ocurre con cualquier campo de batalla, en realidad. Las cosechas del hombre terminan por posar su pie sobre ellos, o crecen los bosques o se desborda un río. De esta manera, si hoy fuésemos a visitar los campos que rodean Verdún, al norte de Francia y donde cerca de medio millón de hombres murieron a lo largo de 303 días - convirtiéndose en la batalla más larga de la Historia -, apenas podríamos distinguir este campo de muerte de cualquier otro.
Tan solo un par de cientos de metros de trinchera, restaurada en los últimos años, y un cementerio con 130.000 soldados sin identificar, además de una cúpula de acero perteneciente al puesto defensivo de Thiaumont, es todo lo que queda para marcar el lugar. Como haría una chincheta en el mapa del tesoro.
A lo largo de los diferentes campos de batalla que marcan la frontera entre Francia y Bélgica, en el Somme y en Bayenwald, en Verdún también, cualquier visitante podría comprobar que la ansiosa vegetación no ha sido capaz de ocultar todavía ciertos agujeros colocados sin orden aparente, en ocasiones entremezclados entre sí, y bajo los cuales estoy seguro de que se podrían encontrar un buen puñado de recuerdos. Relojes, carteras putrefactas y algún anillo sin dedo. Todo lo que las bombas escondieron debajo de cada agujero.
La tregua de Navidad
Pero miente quién diga que esta guerra fue horror, ambición y nada más. No creo que fuera así. Pienso que todo sentimiento en bruto, ya sea este horror o incluso el mismo amor, necesita en ocasiones de una pequeña vía de escape para liberar la presión que puede suponer. Igual que las vías de escape controladas en cualquier presa de agua. En esta guerra se consiguió una tregua breve, de un solo día, durante la Navidad de 1914, cuando tropas de uno y otro bando se encontraron en tierra de nadie para cantar villancicos, intercambiar alcohol y cigarrillos o jugar algunos partidos de fútbol.
¡Imagina el miedo que debieron sentir los altos mandos al conocer esta fraternidad inaudita entre soldados! ¡Si su amistad llegaba demasiado lejos, podrían incluso abandonar las armas! Después de esta maravillosa muestra de humanidad entre muchachos que rondaban los 16 y 20 años, mientras buscaban escapar durante unas horas del horror de la barbarie, sus superiores juraron que nunca volvería a ocurrir algo semejante. Precisamente preocupados porque sus soldados comprendiesen lo estúpida que era aquella guerra - como tantas otras -, y desde entonces se realizaban bombardeos de uno a otro lado en la víspera de Navidad. Así se garantizaron que nunca volviese a ocurrir.
Cerca de la ciudad belga de Ypres, una cruz grisácea sirve desde 1999 como recordatorio de aquella jornada mágica. En el momento exacto en que la humanidad se detuvo al borde del precipicio, mirando hacia su parte más oscura, antes de cerrar los ojos y saltar.
La batalla histórica del Somme
En la batalla del Somme combatieron Tolkien y Hitler, Jünger y Otto Frank, en su campo se conformaron definitivamente las personalidades de estos héroes y villanos. Piénsalo. ¿Habría sido el Señor de los Anillos posible sin la batalla del Somme? ¿Y el nazismo? Toda guerra destruye con un estruendo ensordecedor el mundo de ayer antes de crear el mundo del mañana. El estruendo que sobrevino a la muerte de más de un millón de soldados, hasta que los alemanes consiguieron una victoria pírrica que de poco les sirvió para ganar su guerra, todavía susurra sus agonías por el departamento francés de Somme.
Sus trincheras son las mejores conservadas en la actualidad. Un sinuoso laberinto en el que solo es posible mirar hacia delante o hacia detrás, avanzando de cuclillas para esquivar la contundencia del plomo y rodeado de suaves pastos en los que la escarcha se deposita cada amanecer.
En la ciudad de Albert, próxima al escenario, se encuentra el museo del Somme, dedicado en exclusiva a explicar esta pavorosa batalla que duró cuatro meses y medio. Cañones rechonchos y de aspecto inocente, túneles subterráneos y detallados mapas señalan el decorado y los disfraces que se utilizaron en esta macabra obra de teatro mundial.
Un mundo de espías y glamour
Durante la Guerra Civil española, mi bisabuelo arriesgó su pellejo cruzando las líneas enemigas para socavar información y, cuando la conseguía, regresaba a su lado para entregarla. Lo hacía conduciendo una motocicleta DKW, desvencijada y sin luces para no traicionar su posición. Fue una noche de marzo en que debía andar más cansado de lo habitual, cuando un camión se lo llevó por delante y le destrozó la pierna derecha para el resto de su vida.
Pero no es esta la imagen que más nos gusta de los espías, no encaja con los cánones que Hollywood y James Bond nos han querido servir. Entonces entendemos el mundo del espionaje rodeado de glamour en lujosos hoteles, salpicado por frases ocurrentes y vasos de whisky servidos hasta la mitad. Ese mundillo de intrigas y astucia que también marcó la Primera Guerra Mundial lo podemos encontrar en el Hotel Ritz de Madrid, o en el Palace, en sus mismos salones y habitaciones. Hasta aquí acudían, protegidos por la neutralidad de España durante la guerra, aventureros de todas las clases para desarrollar el conflicto en un campo de batalla mucho más discreto de lo habitual.
Aristócratas en busca de refugio, sagaces diplomáticos utilizando sus armas de cortesía y protocolo, desconocidos que fingían leer el periódico mientras apuntaban los nombres pertinentes. Son los protagonistas de la literatura del suspense, los predecesores de Hércules Poirot o cualquier personaje de Tom Clancy, todos reunidos en el Ritz y fingiendo amabilidad mientras afilaban sus cuchillos. Un terreno peligroso, plagado de serpientes venenosas. Incluso Mata Hari se alojó en el hotel bajo el nombre de Condesa Masslov, pocas semanas antes de ser fusilada por tropas francesas en la Fortaleza de Vincennes.
Son los dos recuerdos que nos quedan de su guerra. Las trincheras todavía húmedas erosionándose por orden del viento; y los sofás de terciopelo rojo, manteniéndose impolutos pese a la sangre que provocaron.