Feria de Bilbao
Ni Roca escapa de la maldición
Ponce malogra con la espada la labor más entonada a una deslucida y flojísima corrida de Cuvillo en las Corridas Generales de Bilbao en cartel estrella
Ponce malogra con la espada la labor más entonada a una deslucida y flojísima corrida de Cuvillo en las Corridas Generales de Bilbao en cartel estrella
Una maldición. La plaza casi llena. El buen tiempo. El cartelazo. Los sueños que van y vienen. Y los toros de Núñez de Cuvillo que comienzan a caerse como si su peor enemigo hubiera echado una maldición inigualable. Ni una mala noche supera eso. Ni la resaca más terrible. Ver para creer. El primero, el que parecía inaugurar la feria por aquello de que ya estábamos todos, no se tenía en pie. Y ganas daban de sujetarlo. No hubo lugar. Ni valor, que el miedo es libre. El sobrero, del mismo hierro, y con el mal de ojo en lo alto, salió con el entuerto a flor de piel. De tal manera que ni Enrique Ponce y ni estando en la plaza de toros de Bilbao que viene a ser lo mismo que hablar cerquita de Dios pudo poner solución al tema. Quería el toro, sí, como queríamos todos, pero no se tenía en pie. Pasamos toro. Y palabra. Enrique Ponce no se demoró y hundió acero. El segundo, que en verdad ya era tercero, para José María Manzanares que enfilaba su paso por Bilbao dos tardes seguidas, le obligó a pasar ligero. Tan con lo justo que el toreo desmerecía.
Un solo lance requirió Roca para calmar los ánimos y hacerse con ellos. Así domina las situaciones. Fue quizá una verónica de manos bajas, antes de que el toro se desplomara y los malos pensamientos de la flojera de la corrida se hicieran de nuevo con la afición. Remontó con los mínimos este Roca Rey, que es el que de verdad tira de taquilla en los últimos tiempos. Una arrucina (por la espalda) eclipsó la atención de una faena que tuvo suavidad en todo momento, la que llevaba el toro en el viaje, tan noble como justo de fuerza. Lo consintió, acompañó, dibujó la faena por ambos pitones y agotó la esencia del toro ya en las cercanías. Hasta el último aliento.
Quedó Enrique colgado del pitón al entrar a matar al cuarto. Son décimas de segundo, pero cabe un mundo ahí y la plaza ruge. De miedo. Entró la espada, salvó el cuerpo, no cayó el toro y demoró la muerte y el premio. Había sido larga la faena al mejor toro hasta la fecha, noble y de buen juego, quiso rajarse al final pero ya llevaba lo suyo el de Cuvillo. Ponce hizo faena por ambos pitones, ligado y en la verticalidad, también más por fuera, menos reunido. Quizá de ahí que fuera al final de faena, en los amagos de poncinas cuando más prendió la llama, que se apagó con los descabellos.
Como alma en pena iba el quinto, protestón por flojo. Una pena. La antítesis del poderío. Los intentos de Manzanares cayeron en saco roto, porque así el toreo no era, y no podía ser.
Rajado, manso de libro. Y sin libro el sexto. Ni Roca Rey, en estado de gracia, se salvó de una maldición. La de condenar un festejo el día que la plaza estaba casi llena. Quiso Roca. Pero ni el rey. No había manera de robarle al toro lo que no tenía, lo que no quería. A los bajos, infame, se le fue la espada. Como la tarde. Qué manera de naufragar.
Ficha del festejo
Bilbao. Cuarta de las Corridas Generales. Se lidiaron toros de Núñez del Cuvillo, el 1º, sobrero, muy flojo; 2º, flojo y paradote; 3º, noble pero flojo; 4º, noble y de buen juego; 5º, protestón por flojo; 6º, rajado y manso. Más de tres cuartos.
Enrique Ponce, de azul y oro, estocada caída (silencio); estocada trasera, aviso, tres descabellos (saludos).
José María Manzanares, de rioja y oro, estocada (silencio); pinchazo, estocada corta (silencio).
Roca Rey, de azul marino y oro, pinchazo, estocada, aviso (saludos); bajonazo, estocada (silencio)
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