Testimonios
«El volcán se ha tragado el presente, nuestro pasado y nuestro futuro»
Dos historias de pérdidas, con distintas caras, con angustia y desesperación parecidas, acaecidas en La Palma, mientras los días pasan con el rugido del cráter metido en las entrañas. Esther y José han huido de La Palma y del volcán tras perderlo todo. Lourdes no sabe adónde ir
Esther y José Adelto, palmeros de 64 y 65 años, fueron sumando a lo largo de su vida juntos algunos sacrificios, privándose de algún que otro viaje, de grandes gastos y dispendios, para invertir en su sueño: la construcción de su casa junto a la vieja morada de su madre, un cálido hogar en El Paraíso.
Ni su barrio ni sus ilusiones han sobrevivido al volcán que sigue escupiendo cada día, más de 7.000 toneladas de piroclasto y ceniza, sin tregua. Las historias de pérdidas, una tras otra, con distintas caras, con angustia y desesperación parecidas, se suceden en La Palma, mientras los días pasan uno detrás de otro con el rugido del cráter metido en las entrañas. Esther y José Adelto están arropados por sus hijos Willy y Abián, en Tenerife.
Allí se los han llevado. Un piso en medio de La Laguna, huidos del eco de las explosiones del volcán sin nombre, después de que el mayor de ellos, periodista y geólogo, empezara a temer ante los largos silencios de la madre, la mirada perdida del padre, los mantras de quebranto hondo como un precipicio, insalvable. Sus gallinas, su huerto, su aljibe, sus viñas, su invernadero de orquídeas, sus fotos de la infancia, la de sus bisabuelos y abuelos, las de los niños mirando fijamente a la cámara de marineros en su primera comunión, ahora hombres que han invertido el rol de hijos por el de protectores, para salvar a los padres de la tristeza.
«El volcán se ha tragado nuestro presente, pero también nuestro pasado y nuestro futuro». Willy Rodríguez, el mayor de los hermanos, sabe que no puede quebrarse, pero su relato no escapa al desconsuelo. Sus ahorros y su futuro también estaban allí, en la casa restaurada de la abuela, el lugar al que escapar de lunes a miércoles y refugiarse del bullicio de la ciudad, su rincón para vivir, para amar y estar. «Mis padres están en la fase de negación aún; no quieren hablar, no quieren ver ni oír nada que tenga que ver con el volcán, pero es inevitable que les llegue algo porque la televisión, las radios, el teléfono, los vídeos, los mensajes de consuelo, de tristeza, no paran de llegar» El silencio es ahora una guarida.
Los vecinos de El Paraíso no tenían la maleta preparada. Relata Willy que «nuestro barrio no fue convocado a las reuniones de emergencia, y solo comentamos que quizás, cuando se pasara a nivel naranja nos plantearíamos, por precaución, salir de casa». «No fue así; el nivel amarillo de la emergencia pasó directamente a rojo cuando el volcán se abrió a un kilómetro». «No sé cuánto tiempo pasó hasta que reaccioné; sirenas, coches que pitaban, y un vecino metiéndose casi delante de una ambulancia para que recogiera a una señora mayor con alzheimer que no podía valerse por sí sola. El caos». La esperanza de que la colada no sepultara sus terrenos y casas se diluyó en directo apenas un día después. Refugiados en la casa de unos tíos en Tacande, vieron cómo la lengua de lava se tragaba los cimientos, los colores y los olores de todo lo que tenían.
Apenas un día más tarde Willy fue consciente de que el desastre no había acabado. Una segunda finca de 4.000 metros, «lo único que nos quedaba», también fue devorada por el volcán. «Decidí que teníamos que venirnos a Tenerife, alejarnos de ese desastre y sacar a mis padres de allí. No se podía respirar, no se podía dormir, no se podía vivir, no sabíamos con seguridad ni en qué día estábamos».
El domingo se cumplieron dos semanas desde la erupción, pero para la familia de Willy la noción del tiempo es errática. «Han pasado meses, eso es lo que siento, que ha pasado mucho tiempo y que no hay a dónde volver». La imagen de la casa de Esther y José Adelto sigue pasando en bucle en los informativos, en reportajes y piezas de programas especiales, mientras ellos apenas han sacado fuerzas para dar de baja una línea de Vodafone, que pese a todo les facturaba ayer 80 euros por una conexión con la nada.
Les queda el recorrido de la burocracia. Otro obstáculo enorme. El consorcio de seguros ya les ha pedido «un montón de papeleo» por el viejo Mercedes-Benz que ya forma parte de la colada basáltica. Las casas, sin asegurar, serán probablemente valoradas en un mecanismo de «justiprecio» que no puede cuantificar la vida. Consolar a Willy es casi una ofensa. Esperar y esperar, mientras él lucha contra la convicción de sus padres, que salen de un ensimismamiento gris para pensar en «cómo vamos a recuperar la ilusión».
En otro barrio de la misma isla, apenas a unos kilómetros de distancia y en un mundo que el lunes miraba con incredulidad las pérdidas de los vecinos de El Paraíso, aparecía la lengua incandescente del monstruo y devoraba sin piedad, con esa brutalidad de la que huye la razón, el trabajo de toda una vida de cinco hermanos en El Pampillo. Cinco casas, cinco vidas de hijos y nietos, cinco proyectos unos al lado de los otros en los terrenos que los padres, fallecidos hace años, les dejaron. Lourdes no puede dejar de llorar. Habla a trompicones. Pide perdón una y otra vez.
«Mis árboles, mi casa que había pintado de azul cielo… mi vida es un caos y no sé a dónde voy a ir, qué va a ser de mí». Una amiga con casa en Los Llanos ha acogido a Lourdes, jubilada de 67 años. «La gente es buena y todos me ofrecen ayuda y yo no sé qué hacer». Pregunta a dónde ir, a quién decirle que no tiene casa. Apenas 72 horas después de la erupción, mientras regresaba de un viaje para ver a la Virgen de Lourdes, a la que le pidió que evitara el volcán, todas sus pertenencias desaparecieron en negro y rojo.
«Te parecerá una locura, pero todo lo que tengo en la vida ahora mismo es un coche y tres bombonas de butano en el maletero». Quiere reír, pero rompe a llorar. No hay consuelo para Lourdes, para todos los que esperan.
«Yo les agradezco a los Reyes que hayan venido, a todos los que han tenido un gesto con La Palma, pero me da miedo que olviden. Estamos muy lejos de Madrid y no sabemos qué va a ser de nosotros. A dónde iré ahora». Lo que más le duele son sus pequeños pájaros. «Los solté, abrí las jaulas y los solté para que volaran libres». «Me dicen que lo importante es que estoy viva; pero yo no sé si eso tiene sentido ahora». Lourdes tiene la mirada de un niño desorientado, esos niños en medio de la calle que buscan y que se estremecen por la angustia. «Y tengo tanto que hacer –dice– arreglar papeles; de dónde voy a sacar las fuerzas para arreglar papeles». Sus vecinos Leticia, Amelia, Arcadio, la pareja de extranjeros «no sé pronunciar sus nombres», Carmen y Jacinto, Secundino, Toño… Todos han perdido un hogar que, con suerte, será sustituido en un plazo de tiempo indeterminado, a expensas del Boletín Oficial del Estado y de la provincia, por un pequeño piso en una promoción social, huérfanos de un paisaje de verde y tierra que ahora pertenece al volcán. Lourdes teme que se apaguen los focos de las cámaras y que su dolor sea una de las piezas del dolor visible. Esa será la soledad del después, la de mujeres y hombres errantes de una pequeña y hermosa isla con un nuevo volcán, un gigantesco cráter sin nombre, altivo y rotundo, sobre el valle de Aridane.