Sociedad
Sara lleva más de ocho meses sin salir de su habitación. La última vez que lo hizo tuvo una fuerte discusión con su madre. Corrían las 05:00 horas y le había apagado Internet. Estaba a punto de ganar una nueva partida de «League of Legends» cuando, de repente, su personaje se quedó congelado. «Fallo de conexión», apareció en la pantalla. Así que abrió la puerta de un zarpazo, retiró con el pie la cena que yacía helada sobre una bandeja y se la encontró con el router en la mano. «Esto no es normal. No sé qué hacer contigo», le gritó nerviosa a su hija. Ésta, sin mediar palabra, conectó la red y regresó a su dormitorio. «Dime qué te pasa, qué necesitas. Solo quiero ayudarte», añadió desesperada. A lo que ella se dignó a responder: «Que me dejes en paz». Desde entonces, solo sale para ir al baño un par de veces al día.
Vive en seis metros cuadrados. Una cama y un escritorio bastan en un espacio reinado por el ordenador. No hay casi luz. Sus persianas están casi siempre bajadas. En el suelo, comienzan a juntarse distintas montañas de ropa con otras tantas de papeles. Algunos de ellos son dibujos de cuando era adolescente, una etapa con la que ha querido romper radicalmente. Ya no es aquella chica que aspiraba a ser una empresaria de éxito y a recorrer el mundo en moto; ahora tiene 27 años y ningún sueño en la recámara. ¿El responsable? Un despido fulminante. Sin comerlo ni beberlo, se vio obligada a regresar a casa de su madre. Era su única opción. Y así, poco a poco, se ha ido consumiendo: lo que antes eran largas jornadas entre compañeros, ahora son largas jornadas encerrada consigo misma. Dejó de buscar ofertas, dejó de salir a la calle, dejó de arreglarse, dejó de quedar con sus amigas...
Es una de las pocas «hikikomoris» detectadas en España: personas afectadas por una patología mental que deciden recluirse en su habitación para evitar cualquier compromiso social. El día de Sara, por ejemplo, comienza con un vistazo a Facebook y culmina con un trasteo por YouTube. Durante todas esas horas, el contacto que mantiene con otros individuos es cero. Al menos, en la realidad. Virtualmente, suele formar parte de comunidades y participar en sus foros. Es ahí, precisamente, donde damos con ella. «Antes siempre estaba gastando bromas y haciendo reír a los demás. Ya no», responde vía chat. ¿Qué ha cambiado? «Todo dejó de tener sentido. No me encontraba bien entre tanta gente. Empecé a tenerles miedo. Solo en casa me siento segura». Este es un síndrome que se describió por primera vez en Japón y que se pensaba que estaba vinculado a su cultura. Pero no.
Internet es su gran aliado: «Ahí puedo ser quien yo quiero: graciosa, inteligente, melómana... Todo lo que nunca he sido. Si me lo quitan, me enfadaría mucho», relata Sara. Cuando Pilar empezó a notar que su hija se distanciaba cada vez más intentó ser comprensiva. Lo asoció a una crisis puntual que terminaría por remitir más pronto que tarde. Sin embargo, el encierro nunca acabó y su comunicación desapareció por completo. A la cuarta semana pidió ayuda. «Mi madre solo quiere que vuelva a ser la de antes», añade Sara, que ya recibe la visita de una psiquiatra. «Echo de menos mi otra vida, pero esto no se cura de la noche a la mañana. Es como una adicción de la que cuesta desengancharse. Volver a recuperar la confianza es complicado».
Hasta que llegue ese momento, la puerta de su habitación continuará cerrada, la cena seguirá esperando en el suelo y su madre permanecerá alerta cada minuto. Ya no sabe si es de día o de noche cuando se levanta: «No hay horas. Si tengo hambre, como. Si quiero descansar, duermo», prosigue. En ninguna de sus respuestas muestra interés por lo que ocurre fuera de esas cuatro paredes. Por eso, su tratamiento pasa por terapias cognitivas, activaciones conductuales y exposiciones paulatinas. «Lo llevo bien», se limita a decir. Sobre la posibilidad de volver a poner un pie en el asfalto próximamente, prefiere no responder. Aún sigue pensando que el mejor mundo es aquel gobernado por el personaje de su videojuego.
Más de 190 casos
El Hospital del Mar de Barcelona es uno de los pioneros en tratar situaciones como la de Sara en España. Su atención domiciliaria para personas con trastornos mentales ha permitido a sus especialistas sacar a luz la dimensión de esta patología en la sociedad. «El síndrome de Hikikomori es un síntoma que está presente en múltiples enfermedades: mientras que los japoneses consideran que se trata de una entidad propia, los europeos estimamos que va asociado a algún otro trastorno mental», apunta David Córcoles, psiquiatra y médico adjunto del servicio de Psiquiatría del mencionado centro médico. Según sus estudios, se calcula que solo en la capital catalana existen 190 casos, una cifra que refleja la subestimación que existe en España. «El problema principal es su detección. Hay sitios que aún no disponen de atención domiciliaria, por lo que es difícil dar con ellos».
Eso sí, la mayoría responde a unos patrones comunes: proceden de una familia monoparental, sufrieron acoso escolar o perdieron algún familiar. Además, este destierro no solo afecta a jóvenes, sino también a personas de más edad. «Es importante que la familia comunique el problema lo antes posible ya que, cuanto más tiempo transcurre, más problemas suele haber para recuperar la normalidad», señala Córcoles. Por tanto, esa idea de que el «hikikomori» es un adolescente enganchado a la tecnología no es del todo cierta. Sara, por ejemplo, rompe la regla: tiene estudios superiores y le encanta dibujar. «Todos tenemos derecho a sentirnos débiles, ¿no?», se pregunta la joven. «Le puede pasar a cualquiera».
Si bien su problema aún es desconocido para mucha gente, en Japón se considera una epidemia: uno de cada diez jóvenes lo sufre. ¿Eso quiere decir que existe el riesgo de contagio? Para Córcoles, no. «Es complicado. Pasan desapercibidos en la sociedad. Sin embargo, está claro que es muy fácil ser autónomo sin salir de casa». Por lo tanto, lo que siente Sara no es más que miedo. ¿Quién no lo ha sentido alguna vez? ¿A quién no le han fallado las piernas o la voz? Dicen que los frágiles son los que más fantasmas acumulan, pero eso no es del todo cierto: igual que no hay fortaleza sin flaqueza, tampoco hay coraje sin miedo. «Solo necesito tiempo», concluye antes de desconectarse. Las redes sociales que hoy permiten esta conversación son las mismas que cada día invitan a Sara a alejarse de la vida. Son las 02:30 horas y una nueva partida de «League of Legends» acaba de comenzar.