Albacete
Peregrinación de fe y esperanza
Sociedades hasta hace poco homogéneas culturalmente se han convertido en sólo unas décadas, por obra y gracia de las migraciones, en sociedades multiculturales. Es éste un hecho tan significativo que algunos, comparándolo con lo que fue la irrupción de los pueblos bávaros en el decadente imperio romano, hablan de un cambio de época capaz de dar lugar a una edad histórica nueva.
El fenómeno migratorio, favorecido por la globalización, ha adquirido, en efecto, proporciones insospechadas. Y esto, no por la tendencia a desplazarse, inclinación ínsita en la naturaleza humana, ni por gusto o afán de aventura, sino por necesidad de supervivencia.
En otras épocas, expandirse representaba para el hombre una conquista, un logro. Hoy, en cambio, se parece más a un exilio. Sucede esto, paradójicamente, cuando hemos pasado de una civilización tribal y cerrada a otra abierta y cosmopolita en que hablamos de la «aldea global», en que es signo de progresismo catalogarnos como «ciudadanos del mundo».
Benedicto XVI, en su mensaje con motivo de la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, que cada año celebra la Iglesia católica en el mes de enero, habla de las migraciones como «un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional».
Problemas, en muchos países de origen, de pobreza extrema originada por causas internas y externas, de inseguridad política o de falta de perspectivas. Ello, junto al atractivo irresistible de la imagen paradisíaca que las televisiones multicolores de los países ricos pintan ante los ojos atónitos de los ciudadanos de los países pobres, empuja a los pueblos empobrecidos a la emigración.
Problemas en el trayecto: desde las mafias que se aprovechan de las aspiraciones de las personas hasta las arriesgadas travesías por el desierto o por el mar. Como acabamos acostumbrándonos a todo, ya casi no son noticia los naufragios del Estrecho, que se han llevado cientos de vidas humanas. Visitando algunos países, uno entiende aquel grito, proferido con dolor y rebeldía por un emigrante: «El hambre no sabe de fronteras ni de leyes».
Problemas en los países de acogida: problemas legales, de soledad y desamparo, de lengua, de trabajo, de familia (se habla de familias transnacionales, partidas entre continentes), problemas de integración. Y si la estancia coincide con una crisis como la actual, los inmigrantes serán sus primeras víctimas.
El desafío es dramático. Comprendemos que no es fácil conjugar el derecho a emigrar, siempre proclamado por la Iglesia, con el derecho de los estados a regular de alguna manera los flujos migratorios. Como tampoco es tarea fácil lograr en todos los países unas condiciones de vida tan medianamente dignas que permitan hacer real el derecho a no verse forzado a emigrar.
¿Será posible pensar en un mundo en que la emigración sea vista como una posibilidad de enriquecimiento mutuo, como un ensayo de convivencia del pluralismo en fraternidad y en unidad? La triste realidad es que «la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más humanos» (Benedicto XVI).
¿Sería mucho pedir que empezáramos a contemplar el mundo como un don que se nos ha entregado por el Creador a todos los hombres para administrarlo in sólidum, en beneficio de todos? ¿Sería utópico empezar a pensar y actuar considerando a los hombres como miembros de una misma familia? «La causa más profunda del subdesarrollo es la falta de fraternidad entre los hombres y los pueblos» (Pablo VI).
Probablemente se piense que aspiraciones y afirmaciones como las anteriores sean más propias de la caridad evangélica que de la racionalidad política. Pero ¿y si tuviera razón Benedicto XVI cuando enseña que sólo un amor inteligente y una inteligencia llena de amor pueden traer el verdadero desarrollo? A lo mejor es verdad que, si no se moviliza el corazón, lo más probable es que tampoco se logre la justicia; que la globalización sólo llevará a buen puerto si se orienta en términos de relacionalidad, comunión y participación.
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