Opinión

Votantes o consumidores: el mercado de la política

Ahora, el proceso se ha invertido y la política es consumo, y lo que votamos, decimos y compartimos en redes no siempre responde a convicciones profundas

Tras el aquelarre consumista de los noventa llegó en los dosmiles, el boom del consumo responsable, el comercio justo y el boicot a las grandes corporaciones donde el discurso moderno nos pautaba que "comprar era un acto político” y una forma de ejercer la ciudadanía. Ahora, el proceso se ha invertido y la política es consumo, y lo que votamos, decimos y compartimos en redes no siempre responde a convicciones profundas, sino a una estrategia para apuntalar nuestra identidad pública, nuestro frágil ego o nuestra herida encubierta (y, en algunos casos, las tres cosas a la vez).

Así como compramos unas zapatillas para sentirnos parte de un grupo, elegimos una postura política para reforzar nuestra tribu digital. Ya no es necesario pensar. Basta con consumir la ideología en formato eslogan, reel o tuit. Lo importante no es el contenido, sino la sensación de estar en el lado correcto: la validación instantánea, el like, el retuit aprobatorio. Razonar da pereza, y la duda nunca fue viral.

Es un cambio fascinante y perverso: de consumidores críticos a votantes emocionales. El mercado nos ha convencido de que lo importante no es lo que hay dentro, sino el packaging. No elegimos un champú, sino una ideología que nos proteja del encrespamiento moral. Nos suscribimos a ideas como quien se abona a una plataforma de streaming: buscamos la que más nos entretenga, la que nos haga sentir parte de algo, la que nos reafirme como personas atractivas e iluminadas. ¿La realidad? Un subproducto que se filtra de fondo como el ruido blanco en una oficina oscura.

Se lo explico a mis alumnos con el triángulo de los tres yos: el yo real, el yo aparente y el yo ideal. En la vida cotidiana, el yo aparente es ese que alimentamos con filtros, marcas y poses. Pero en política, el yo aparente es lo que votamos, lo que compartimos en redes.

El problema no es que haya distancia entre nuestro yo real y nuestro yo ideal (todos aspiramos a algo), sino que el yo aparente—esa construcción de lo que queremos que vean de nosotros—se ha convertido en la estrella del espectáculo. Si nuestro yo ideal nos haría esforzarnos por ser mejores, el yo aparente nos lleva a la pereza moral del postureo: no necesitamos ser justos, honestos ni comprometidos si basta con parecerlo.

Por eso, la política ya no es un espacio de ideas, sino una feria de identidades prefabricadas. Los líderes no buscan persuadirnos, sino convencernos de que votarlos es un acto de autoafirmación. El ciudadano de antaño, ese que leía programas políticos y reflexionaba, ha sido sustituido por el consumidor de consignas. Y los políticos lo saben: más que estadistas, se comportan como influencers.

El espectáculo reciente de Trump y Zelenski ante las cámaras es un ejemplo perfecto. Trump, con su teatro de bravucón de reality show, entendió hace tiempo que la política es más efectiva cuando se ejerce como un combate de la WWE. Zelenski, por otro lado, ha perfeccionado el arte de la narrativa política en tiempos de guerra: no basta con pedir ayuda, hay que construir una imagen heroica que entre bien por cámara. Ambos, con estilos opuestos, demuestran que la batalla cultural Prêt-à-porter ya no se juega en los despachos, sino en la percepción pública, en el consumo de imagen.

En efecto, las campañas nos ofrecen el pack completo: el discurso, el enemigo, el eslogan en letras grandes y el hashtag para compartirlo. La política se ha convertido en una pasarela donde se impone el storytelling sobre la realidad, la adhesión emocional sobre la crítica racional.

Volvamos al triángulo. Cuanto más grande es el espacio entre nuestro yo real, nuestro yo ideal y nuestro yo aparente, más manipulables somos. Un ciudadano que reflexiona y reconoce sus contradicciones es más difícil de manejar que uno desesperado por encajar en una tribu política. La publicidad lo sabe. La política también.

Nos están vendiendo ideologías como quien vende vaqueros: te harán sentir más cómodo, más atractivo y, lo más importante, más delgado. Pero la zapatilla no te hace atleta, como la papeleta no te hace un ciudadano informado. Ni siquiera el champú anticaída evita que te quedes calvo. Ni tampoco implantarte pelo mejorará tu vida, ni tu estado de ánimo ni el de los que están a tu alrededor si no modificas antes tu conciencia.

Hasta entonces, sigamos votando con la reflexión con la que elegimos un perfume, por el diseño de la caja. Tal vez, en unos años, el algoritmo decida que pensar vuelve a ser top ventas.