Francisco Nieva
¿Quién puede ser una gran señora?
Mujeres extraordinarias ha habido siempre, en todo tiempo y lugar, ocupándose de los mismos asuntos que los hombres y afrontando los mismos desafíos, pero está claro que la mayoría han vivido sometidas a la autoridad varonil y que el sexo se ha utilizado como herramienta de poder al servicio de dicha autoridad
Como decía un amigo de mi padre, «no salgo de mi apoteosis» al contemplar en lo que ha venido a parar la campaña electoral americana. Parece ser que la cuestión sexual se ha adueñado del debate político, sacando a la luz comportamientos que ya parecían periclitados y como de otro tiempo. Aunque yo sospecho que la concepción jerárquica y machista de la sociedad no está tan superada como muchos hemos querido creer.
Si nos internamos por el laberinto del sexo, nos perderemos en un mar de contradicciones. En mi época había no pocas mujeres que eran muy naturalmente frígidas. Y más cuando las animaba un gran fervor religioso, inducido por un confesor. Por aquellos tiempos se consideraba la castidad como un regulador de la natalidad, el único anticonceptivo legítimo. La naturaleza es muy sabia y el refranero popular –que nunca aconseja nada malo– nos lo recomienda con larga previsión: «Deja la lujuria un mes y te dejará a ti tres». Contra los infartos, excesos culinarios y sexuales: «Dieta, lanceta y siete nudos en la bragueta». Antaño la gente se sangraba mucho. La santa esposa comía como tres y se convertía en una incubadora mecanizada en pro de la perpetuidad de la especie, sin demasiadas iniciativas picaronas en seguimiento del mero placer. Pero, ¿cómo ser una gran señora, reteniendo indefinidamente al marido? En la zarzuela «La corte de Faraón» se cantan estos versos:
Al pasar de soltera a casada
necesitas de preparación.
Óyenos porque somos ya viudas
y sabemos nuestra obligación.
Sé hacendosa, primorosa,
con la gala de una mariposa.
Dale gusto, siempre cariñosa.
Mímalo, cuídalo,
no le digas a nada que no.
Ay, éste es el problema, el quid de la cuestión. A veces, el orgulloso procreador exigía homenajes extremos que la santa no encontraba demasiado gratificantes, sino humillantes más bien. Se sentía vejada, utilizada, pero no era por vicio ni fornicio, sino en su santo servicio. El coito marital era considerado un mandamiento divino, así que las señoras se sentían obligadas a dejarse violar por sus maridos, por muy castas y señoras que se sintieran. Por supuesto, sin asomo de placer a cambio, ya que eso del orgasmo femenino aún no se había inventado. Muchas se imaginarían el orgasmo como mi admirado colega Darío Fo, cuando en una de sus obras la protagonista lo visualiza como un animal salvaje y peligroso, dispuesto a atacar a las mujeres en cualquier esquina.
Un francés, un linajudo amigo mío, el marqués d’Oceray, me dijo en una ocasión: –«He tenido siete hijos con mi mujer y hasta la hora de hoy no le he visto las carnes más allá de cuatro dedos del tobillo, y antes de besarme exclama: ¡Jesús María! Dime si esto es justo y si no va también contra natura». Llevaba, pues, mucha razón, pero así funcionaban estas cosas en los dorados años de mi juventud. Hoy han cambiado tanto que se utiliza el sexo como arma de grueso calibre en la contienda política. Hemos pasado de la mojigatería a la zafiedad en la vida pública.
Mi tía Paquita aconsejaba a su hija Carmina: –«Tienes que ser una gran señora en tu casa y una puta en la cama». Y eso a pesar de ser muy devota y reunir a la familia para rezar el rosario todas las tardes. Máximas contradicciones entre los consejos y la vida real. Ésta es la paradoja del sexo. Generalmente, la más sacrificada es ella, por ser más débil y tener menos autoridad. Existe un machismo institucional, pues en las tareas administrativas y profesionales la empleada gana menos por el mero hecho de ser mujer. Comúnmente se ignora que el sexo débil ha hecho gimnasia. Más claro no lo pudiéramos decir. Viendo este verano las competiciones femeninas en las Olimpiadas he pensado que hasta la peor de las deportistas me habría dejado en vergüenza incluso en mis mejores momentos. Mujeres extraordinarias ha habido siempre, en todo tiempo y lugar, ocupándose de los mismos asuntos que los hombres y afrontando los mismos desafíos, pero está claro que la mayoría han vivido sometidas a la autoridad varonil y que el sexo se ha utilizado como herramienta de poder al servicio de dicha autoridad.
La letrilla de «La corte de Faraón» termina así:
Y con estas ligeras lecciones
de moral que te damos aquí,
tú verás cómo te las compones
para hacer a tu esposo feliz.
En fin, que como dice la canción de Bob Dylan, los tiempos están cambiando, pero no tanto. Por cierto, sobre su recién logrado Premio Nobel no pienso hacer comentarios, más que nada por respeto a su silencio.
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