Cristianismo
La revolución de Gregorio VII
En el año 1073, el monje Hildebrando, que con los cinco Papas que sucedieron a León IX había sido el alma de las reformas, decidió poner toda su energía al servicio de la reforma. Era un poderoso director de hombres y asumía el control de sí mismo
La excelentemente organizada «Historia de la Iglesia», del catedrático de Maguncia Joseph Lortz, sitúa en los siglos XI al XIII un capítulo sobre el resurgimiento de la Iglesia hasta convertirse en integradora del Occidente cristianizado en todos los aspectos: «La lucha victoriosa de la Iglesia por la libertad. El crecimiento interno del cristianismo». Se define aquí un momento histórico largo y complejo en que ocurre el predominio del Pontificado sobre el Imperio, que fue primeramente conquistado (siglo XI) y después dos veces defendido (siglos XII y XIII) en fuertes pugnas contra los emperadores.
Los primeros choques del siglo XI se centraron en torno a las investiduras de los laicos. Los personajes centrales son el Papa Gregorio VII y el Emperador Enrique IV. Estuvieron precedidos por una reforma fundamental por parte de la Iglesia, que tuvo como foco principal el monasterio de Cluny, en Borgoña, al sur de Francia, fundado en el 910 y más tarde sometido directamente a San Pedro, es decir, al Papa. Un nuevo espíritu monástico y una serie de abades llevaron al máximo el programa reformista, con ejemplos heroicos que rebasaron los límites monasteriales. La reforma de Cluny fue un punto inicial que pasó al clero y llegó a constituir un partido que promovió ideas poderosas que plantearon el pensamiento de la reforma del supremo gobierno de la Iglesia hasta alcanzar la libertad de iniciativa, modificando la investidura de los laicos: el acto en el que un príncipe secular otorgaba a un clérigo un obispado o una abadía mediante la entrega del báculo y, más adelante, también del anillo, símbolos de la dignidad episcopal. Los cargos eclesiásticos se compraban y vendían, incluso obispos y parroquias, con constantes escándalos y desprestigio que se originaban; el resultado, un episcopado y clero indignos. Con harta frecuencia la investidura se ligaba muy frecuentemente con la simonía y no dejaba descansar la conciencia cristiana.
En el año 1073, el monje Hildebrando, que con los cinco Papas que sucedieron a León IX había sido el alma de las reformas, decidió poner toda su energía al servicio de la reforma. Era un poderoso director de hombres y asumía el control de sí mismo. Su obra consistió en conseguir un ideal que proclama hasta la extenuación: justicia. Proclamaba la existencia de una sola cristiandad de los pueblos y de los poderes políticos que debía ser la papal. Sus medidas estuvieron dirigidas contra la simonía y la incontinencia de los clérigos, prohibió el matrimonio de los sacerdotes y ordenó al pueblo su inasistencia a las misas celebradas por sacerdotes casados. Inmediatamente después, en el año 1075, prohibió toda investidura simoníaca de los laicos y ordenó la destitución del príncipe que realizase la investidura. Esta segunda medida topó con fuertes resistencias, pues a su cumplimiento se oponían vitales intereses del Imperio. El Emperador de Alemania Enrique IV (1056-1106) no se sometió. El Papa amenazó al Emperador con la excomunión y éste, en un sínodo, con la «deposición» del Emperador, le excomulgó en 1076, dispensando a sus súbditos del juramento de fidelidad y prohibiendo prestar obediencia al soberano.
El profesor Harold J. Berman, de la cátedra Woodruff de Derecho de la Universidad Emory, ha escrito un importante libro, «Law and Revolution. The formation of the Western Legal Tradition» (Harvard College, 1996), sobre la tradición jurídica de Occidente, donde analiza, en términos políticos, el movimiento del Papa Gregorio VII en defensa de la justicia de la reforma papal que hemos descrito someramente. El análisis de la «revolución» papal en el sentido de producir un profundo cambio en el orden del poder y la autoridad en términos culturales e intelectuales que originaron creación de instituciones por parte del occidente cristiano, como por ejemplo universidades, para centrar en Cátedras de Teología, Filosofía y Derecho los principios fundamentales que, científicamente, se originaron en los cambios políticos, sociales, económicos, culturales y de pensamiento en turno al poder del Papa. Hace referencia explícita al texto escrito por Gregorio VII, con el título de «Dictatus Papae», donde se establece un cambio radical, pues queda en él abolido el anterior orden político y jurídico, en el principio radical según el cual los Emperadores debían besar los pies de los Papas, convirtiendo al Papa «en único juez de todo». Era, pues, poder exclusivo para hacer nuevas leyes para enfrentarse a las necesidades de los tiempos. Parece oportuno reservar para la discusión de si puede considerarse revolución la decisión de Gregorio VII de integrar unificando los obispados en la decisión única de la Santa Sede la ejecución de los supuestos del Occidente cristiano en una sola entidad espiritual y de poder en el orden político y jurídico de la sociedad cristiana occidental.
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