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Francisco Nieva

Enemigo íntimo

La Razón La Razón

Voy a exponer un caso que me atañe muy hondamente y que no he logrado resolver hasta ahora: por qué me he sentido admirador y amigo de la persona que peor ha hablado de mí desde las páginas de un periódico tan enjundioso y divulgado como «El País». Eduardo Haro Tecglen y yo teníamos la misma edad y fuimos niños republicanos y de la guerra. Mi tío Cirilo del Río había sido dos veces ministro de la República y mi padre, gobernador civil de Toledo. Los dos éramos de izquierdas, pero hay un matiz: mi abuelo, Felipe Nieva, decía: –«Hay muchos entendidos en música, que les gusta toda la música, pero yo soy otro entendido, al que solo le gusta la música de Wagner».

A Eduardo sólo le gustaba la música de Carlos Marx. A mí también me gustaba Marx, desde que leí sus ardientes ensayos juveniles sobre el capital. Pero Eduardo se había enquistado en el marxismo fundacional, muy radical y belicista, usando la palabra como un arma mortal.

Durante mi estancia en Italia compré una serie de estudios literarios de algunos buenos filólogos marxistas. Para esos señores de la palabra, de la cultura occidental no se salvaba nadie, ni Dante ni Milton ni Kant ni Descartes ni Calderón. ¡Qué cosa tan absurda, qué exageración! A Eduardo casi le pasaba lo mismo. Todo lo que no fuera de izquierdas era condenable, perseguible y abominable. Todo esto se debía a un lacerante drama personal.

Cuando Eduardo tenía doce años, su padre, periodista y opositor, fue encarcelado y condenado a muerte, luego amnistiado, pero tarde para no desarmar al muchacho de su aguerrido proceder en la vida. A los doce años hubo de convertirse en cabeza de familia y trabajar muy duro para los suyos. Comenzó por ser botones de un periódico y terminó como redactor y crítico teatral. Su abuelo materno era el maestro Tecglen, autor de cuplés que se hicieron tan populares como el llamado «Las tardes del Ritz».

«Yo me voy todas las tardes/ a merendar al hotel Ritz,/ y tras el té suelo hacer mil locuras/ con un galán que está loco por mí./ Juntos a bailar salimos,/ nos enlazamos con pasión/ y al final tengo yo que decirle/ toda llena de miedo y rubor:// ¡Ay, qué placer/ es bailar el fox-trot/ con un doncel/ que nos hable de amor!/ Aunque cien años llegara a vivir/ yo no olvidaría las tardes del Ritz».

Eduardo estaba muy familiarizado con ese mundillo del género ínfimo: las cupletistas, los caricatos... El mundo de Anita Delgado, la cupletista que terminó siendo la Maharaní de Kapurtala. Eduardo lo conoció profundamente, pero en su odio hacia la derecha política fue devastador, y nadie que descollara en la profesión teatral se salvó de su condena, como los filólogos marxistas. No se libraba nadie, desde Nuria Espert, Antonio Gala y Cristo Bendito. Muy particularmente, yo. En bellas artes al menos, a mi entender, carecía de sensibilidad estética y sus ataques mismos lo delataban. A mí no me entendía en absoluto y me hizo críticas demoledoras.

Me permito un inciso: los Haro Tecglen vivían en un piso cuya trasera daba al Arco de Cuchilleros y su delantera a la Plaza Mayor. Desde los balcones de aquel piso bien pudo contemplarse algún auto de fe, de aquellos en los que se llegó a condenar a la hoguera a un pobre tipo por geómetra. Pues bien, haciendo obras de albañilería en la casa, se descubrió el cadáver emparedado de un soldado de Napoleón.

En lugar de odiar a Eduardo por sus dicterios contra mí, yo admiraba su gran estilo, su fina y dañina ironía. Nos juntábamos en su casa Fernando Fernán Gómez y yo, muy amablemente recibidos por su mujer, Concha Barral. No había disputas, sino una continua evocación de otros tiempos más dichosos de la profesión. Un anecdotario chispeante y pintoresco, debido a nuestra erudición en el tema. Nos sentíamos felices y reíamos sin parar. Concha Barral y Emma Cohen se sumaban a nosotros, y hacían sus aportaciones. Solo muy al final de su vida Eduardo me admitió y fue para mí un gran consuelo –hasta lloré de la emoción–, que me hizo tener a mi más dañino crítico como un doble negativo, un enemigo íntimo. Todos somos dos.