Tribuna
Los peligros de un mundo invernadero
Las vidas no se salvan solo con la ciencia y los pronósticos, sino también con la comunicación del peligro y la toma de decisiones. Ojalá la próxima vez, que la habrá, nos encuentre a todos mejor preparados
El desastre natural que azotó el sureste de España el pasado octubre tuvo consecuencias catastróficas. Las lluvias torrenciales, el desbordamiento de varios barrancos y el efecto embudo en zonas altamente urbanizadas contribuyeron a la intensidad del evento. Un elevado número de personas quedaron expuestas a la catástrofe, y la fragilidad e incapacidad de resistencia pusieron de manifiesto la extrema vulnerabilidad del sistema y de la población. La combinación de estos tres factores, intensidad, exposición y vulnerabilidad, dio como resultado las consecuencias fatales que todos conocemos.
La ciencia indica que en un planeta cada vez más cálido y con altas concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera, este tipo de sucesos será cada vez más frecuente. La Geología y la Paleontología (que no sólo sirve para exponer fósiles en museos) nos ayudan a entender el funcionamiento del planeta y a reconstruir el clima del pasado, poniendo en perspectiva el actual cambio climático. Y los resultados son claros: en la actualidad se están registrando las temperaturas globales más cálidas de los últimos 100.000 años, y la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera es la mayor de los últimos dos millones de años, sobrepasando claramente la variabilidad natural de los ciclos glaciares e interglaciares, que se han ido alternando durante los últimos 800.000 años. De hecho, estamos muy cerca de alcanzar el nivel crítico que marca la diferencia entre un planeta «fresco», con capas de hielo permanente como las que hay actualmente en los polos, y el planeta «cálido» o «invernadero» que se registró hace más de 35 millones de años.
¿Y para qué sirve el estudio de los climas del pasado? Para entender cómo responden el planeta, y la vida sobre él, a momentos en los que los niveles de gases invernadero fueron muy similares a los que vamos a alcanzar en breve. En definitiva, para comprender nuestro presente y futuro.
Las consecuencias de la alta concentración de gases invernadero en la atmósfera incluyen acidificación de los océanos y calentamiento global, que a su vez aumenta la actividad del ciclo hidrológico, con fenómenos meteorológicos extremos, sequías, lluvias torrenciales e inundaciones, y un ascenso del nivel del mar. El calentamiento de los polos puede conducir a cambios en las corrientes oceánicas, migraciones de especies y cambios en las interacciones ecológicas y en la productividad oceánica, que a su vez repercuten en el clima.
Además, en el pasado geológico han quedado registrados rápidos eventos de calentamiento que se estudian como análogos del actual. Uno de los mayores se produjo hace 56 millones de años, y desde entonces sólo ha sido superado en velocidad y magnitud de las emisiones de gases invernadero por el actual cambio climático. Los mejores ejemplos geológicos de este evento se observan en afloramientos distribuidos desde el País Vasco hasta el Pirineo aragonés y catalán, y también en la provincia de Granada, en cuyas rocas han quedado plasmadas las consecuencias: aumento en la estacionalidad de las precipitaciones, tormentas otoñales y graves inundaciones que provocaron erosión y deslizamientos del terreno, migración de especies marinas y terrestres, extinciones en los fondos oceánicos, o el declive de los arrecifes coralinos.
Cualquiera que sea el desenlace del actual cambio climático no impedirá que nuestro planeta y la vida sobre él continúen su largo viaje. Pero las condiciones ambientales quizás no sean las adecuadas para nuestra especie. Una vez emitido, el dióxido de carbono permanece en la atmósfera y en los océanos durante miles de años, por lo que tendremos que convivir con las consecuencias aunque reduzcamos o incluso cesemos por completo las emisiones de gases invernadero. Las simulaciones para los próximos 300 años indican que, a corto plazo, se producirá un calentamiento global, fenómenos meteorológicos cada vez más intensos, pérdida del hielo permanente y el ascenso nivel del mar. Todo ello condiciona la habitabilidad del planeta para nuestra especie, aumentando los riesgos para la salud humana por pandemias, enfermedades y calor extremo, y con una mayor frecuencia de lluvias torrenciales e inundaciones.
En un mundo cálido, estos fenómenos se producirán cada vez con más frecuencia. Es momento de reflexionar, y de prepararnos. Que los planes de prevención, de alerta, de formación, adaptación y mitigación, no se dejen de lado por su coste, porque los daños materiales son mucho mayores, y las vidas humanas no tienen precio. En cuanto a las zonas urbanizadas que son susceptibles de sufrir avenidas e inundaciones, ¿son efectivos los planes de alerta?, ¿la población está debidamente informada sobre los riesgos y sabe cómo actuar?, ¿cuál es el uso del suelo?, ¿hay sedimento suelto que pueda incrementar el potencial destructor de las avenidas?. La reducción de las emisiones de gases invernadero a nivel planetario depende de las políticas globales, y resulta complicado limitar la intensidad de las catástrofes naturales. Pero a nivel nacional y regional sí es posible poner en marcha políticas de gestión del territorio, y medidas de adaptación y mitigación, que contribuyan a disminuir la vulnerabilidad y la exposición al peligro. En el último episodio de lluvias torrenciales, el desagüe de embalses y obras como la nueva canalización del Turia contribuyeron a limitar la catástrofe.
Las vidas no se salvan solo con la ciencia y los pronósticos, sino también con la comunicación del peligro y la toma de decisiones. Ojalá la próxima vez, que la habrá, nos encuentre a todos mejor preparados.
Laia Alegretes catedrática de Paleontología, Universidad de Zaragoza y académica Numeraria de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales
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