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Quisicosas

Papá Osoro

Es muy raro Dios. Te quita un padre y, en la misma puerta, te pone otro

Se marcha el cardenal de Madrid y llega un nuevo arzobispo y a mí la escena me recuerda a «El poder y la gloria», cuando el desterrado páter Whisky es sustituido por un joven sacerdote que vuelve a entrar clandestinamente en México. La Iglesia es una sucesión de oleadas sin fin porque así lo prometió Cristo. Cada nueva vocación es la cuenta estrenada de un rosario constante y, al final, queda engarzada para siempre.

Del último episodio de la Iglesia madrileña podría contar muchas cosas, pero se me antepone una en el corazón y el lector sabrá entenderlo.

En octubre murió mi padre y su tacto en el tanatorio ya no era él. Estaba frío y cerúleo: me satisface comprobar que los muertos ya no son la persona que amamos, que su centro y su chispa ya no están en esos amados restos. De otro modo sería imposible enterrarlos o quemarlos. Los amigos acudieron generosísimamente, a pesar de ser sábado, y el consuelo fue grande. Hubo quien viajó desde San Sebastián, quien llegó en silla de ruedas, quien venció su repugnancia al tanatorio para abrazarnos. Fue precioso. Papá y yo somos bastante carnales, nos gusta la poesía, pero en su grado justo, y nos cuesta creer sin la ayuda de la Iglesia. Nada como un buen cura para lavar un pecado, una monja para enjugar las dudas, un padrenuestro para santificar el instante. Desde que se ha ido él, recito en bucle lo de «no nos dejes caer en la tentación» porque he comprendido que no hay peor treta del infierno que hacernos vacilar sobre la resurrección.

Así que ahí estaba yo, charlando para mis adentros con mi progenitor, cuando me avisan de que hay otro invitado en la puerta. Me asomo y vislumbro, de sotana y con todos sus arreos y sacramentos, al mismísimo señor arzobispo de Madrid, don Carlos Osoro, que, entre acto y acto de una jornada imposible, había corrido a Tres Cantos para bendecir el cuerpo de mi padre y dar un abrazo a mi madre. Me quedé tan estupefacta que no sabía qué decir. El cardenal pasó, rezó el responso, saludó y se sentó junto a la viuda, que sonrió por primera vez en aquella tarde. «Es bueno –me dijo la alemana más tarde– se le ve en los ojos». Yo no sé si don Carlos es bueno o mediopensionista, pero lo que sé es que es padre. Se fue y papá y yo quedamos deslumbrados y tranquilos. Él frío, yo caliente, pero unidos ambos desde sendos lados del Hades por el brazo fuerte de Jesús. Es muy raro Dios. Te quita un padre y, en la misma puerta, te pone otro.