Tribuna
Ezequiel vio una nave extraterrestre
La relectura que hizo de Ezequiel aquel padre del programa espacial norteamericano, un hombre cabal y poco dado a las exageraciones, bien merecería hoy un repaso. ¿No hay ningún ingeniero aeroespacial que se atreva a revisitarlo?
Todo empezó con una llamada telefónica a Huntsville, Alabama. Cristoph, el hijo mediano de los Blumrich, se había ido a vivir a Long Island y aprovechaba las conversaciones con su madre para contarle qué estaba leyendo. Era 1970 y el cabeza de familia, Josef, andaba muy ocupado en el trabajo. El señor Blumrich había ascendido a jefe de diseño de sistemas en la Oficina de Desarrollo de Programas del Marshall Space Center. De su mesa salían algunas de las piezas clave del cohete Saturno V y de los módulos lunares de las misiones Apolo. No tenía tiempo para lecturas populares. Pero el libro que había engatusado a Cristoph era diferente. «Tienes que leértelo, papá» le insistió. Como de costumbre, solo su madre le hizo caso. Hilde lo devoró de un tirón. Era el ensayo de un suizo que argumentaba que una o varias civilizaciones extraterrestres nos habían visitado en la más remota antigüedad y que las huellas de sus incursiones todavía podían verse en ciertos monumentos y textos sagrados. Cuando lo terminó, no paró de hablar a su marido de los «dioses astronautas». Sus sobremesas se llenaron de discusiones sobre una losa maya descubierta en 1952 en Palenque, México, en la que se intuía el relieve de lo que parecía un piloto a los mandos de una cápsula Mercury. También confrontaron por culpa de los entonces poco conocidos geoglifos de Nazca, en Perú, cuyas líneas arañadas al desierto recorren kilómetros sin desviarse un grado y que, según aquel trabajo, podrían haber sido sistemas de baliza para remotos vehículos aéreos. Pero lo que de verdad la impactó fue su interpretación del primer capítulo del libro de Ezequiel. Ese texto bíblico arranca con una minuciosa -aunque muy metafórica- descripción de «la gloria de Yahvé» que recordaba al aterrizaje de un módulo lunar. ¿Hablaba la Biblia de naves interplanetarias?
Aquella «tontería» -en palabras del señor Blumrich- se convirtió al poco en todo un desafío. Dispuesto a neutralizar a su esposa y a su hijo, Josef tomó el ejemplar de Recuerdos del Futuro para desacreditar a su autor, Erich von Däniken, un diletante centroeuropeo que no tenía ni idea de astronáutica.
Blumrich lo comenzó en el otoño de 1970 mientras trabajaba en los primeros desarrollos del futuro transbordador espacial. Al llegar al cuarto capítulo empezó a encenderse. Según Däniken, el Arca de la Alianza era un condensador eléctrico y la familia de Lot, en Sodoma, los primeros testigos de una explosión nuclear. Aunque lo que lo hizo saltar del sofá también a él fue su asimilación de la «gloria de Yahvé» a un vehículo de descenso orbital. Aquel era su campo de estudio… y su oportunidad para desmontarlo.
Solícito, tomó la Biblia en alemán que tenía en casa -Blumrich había nacido en Austria, instalándose en los Estados Unidos al acabar la Segunda Guerra Mundial- y buscó el texto de Ezequiel. En el séptimo versículo del primer capítulo leyó cómo el viejo profeta describía las «patas» de la «gloria de Dios»: «Sus piernas eran rectas y las plantas de sus pies, como las de un ternero, brillaban cual bronce bruñido». La imagen lo perturbó. «Esa era la descripción de las ayudas de aterrizaje que yo mismo había diseñado para un módulo de excursión lunar», diría más tarde. Y durante los meses siguientes, tan sorprendido como escéptico, decidió repasar el texto sagrado versículo a versículo, buscando en él algún error de interpretación.
Enseguida trasladó sus lecturas a la mesa de diseño. El resultado fue que aquella abstrusa «gloria de Yahvé» debió ser, en realidad, una cápsula con cuatro rotores, en forma de cono, con lados cóncavos, que descendió sobre el río Quebar, un afluente del Eúfrates. Lo que Ezequiel había descrito hacía 2.600 años era, pues, una especie de helicóptero, una máquina impensable para la tecnología del siglo VI a.C.
¿Cómo era posible?
En 1979, Josef Blumrich reunió sus conclusiones en un libro. Estaba ya jubilado, había recibido la Exceptional Service Medal de la NASA por su contribución a los vuelos lunares e incluso había patentado la primera rueda omnidireccional de la Historia inspirándose en uno de los versículos de Ezequiel que mencionaba «una rueda dentro de una rueda». Curiosamente, en esa época, Däniken estaba siendo duramente cuestionado por arqueólogos e historiadores que veían cómo sus libros se vendían por millones y convencían a cada vez más personas de la existencia de «paleoastronautas». Todos denunciaban sus malinterpretaciones. Por eso, cuando Blumrich dio a imprenta su obra y la tituló Ezequiel vio una nave extraterrestre, lo rescató de una muerte reputacional cierta. Sus credenciales respaldaron las ideas de aquel suizo como nunca antes y dieron a la teoría de los «antiguos astronautas» una respetabilidad inédita.
En los últimos tres años he visitado en varias ocasiones el Centro Marshall de NASA, en Alabama, donde Blumrich reinterpretó al profeta. En el Space Center no queda ni rastro de aquel trabajo; tampoco en las librerías de la ciudad. Nadie lo recuerda y a duras penas hay quien hablé allí de Däniken. Y, sin embargo, la relectura que hizo de Ezequiel aquel padre del programa espacial norteamericano, un hombre cabal y poco dado a las exageraciones, bien merecería hoy un repaso. ¿No hay ningún ingeniero aeroespacial que se atreva a revisitarlo?
Ahí lo dejo. Quizá otra llamada telefónica, quién sabe si a raíz de este artículo, nos regale un día otro bonito debate.