Cuaderno de notas
Y, sin embargo, se mueve
De pronto es como si todo hubiera valido la pena, todo por dos niños y su madre en brazos de un soldado español con una eñe que no entra por el paseo de la Castellana
Apunté en mi cuaderno cosas sobre la placa de Anatolia, la sacudida, el polvo, el susto y el silencio del primer momento después del terremoto de 7,8 en la escala de Richter en Turquía y Siria. Periódicamente, la vida nos recuerda de que va esta vaina y empieza uno las semanas contando los días que faltan para el viernes hasta que la empieza contando los muertos. Cuando uno ha pisado un número suficiente de cristales rotos, escucha una mañana que ha habido un terremoto en Siria y Turquía y que van veinte muertos y sabe que serán veinte mil. Y sabe que algunos están muertos sin haber siquiera fallecido como las estrellas cuyo brillo percibimos después de apagarse, pero al revés.
Porque echamos unas risas con las cosas del Gobierno y con que a Froilán lo han sacado de un after con cachimbas, pero debajo de las coñas marineras hay una memoria de muertos y de gritos en el primer silencio de después, que es el padre de todos los silencios, de todos los dolores y el ábside de las extrañas geometrías de la desgracia. Y de la esperanza, también, en Estambul arrasada y en Alepo –cascotes sobre cascotes–, en donde sacan de entre las astillas de un edificio un niño recién nacido, desmadejado pero vivo.
Traigo el instante preciso en el que los militares de la UME sacan a dos niños de entre los escombros de Nurdagi en Turquía. Han pasado cuatro días desde que el terremoto les echara en lo alto un alud de hormigón y de ladrillos. «Cuidado con la cabeza», dice uno al otro, y después baja de lo alto de un Gólgota de escombros. Entre los brazos lleva una niña cubierta por una capa del polvo del espanto y, en ese momento, a la niña la llevan noventa millones de manos, pues cada español tiene dos manos, salvo los que tienen una y los que tienen tres, que también los hay. Alguien pide «agua» con acento andaluz como de Bujalance o algo, y al fondo se grita «¡Alahu Agbar!», y se reza a Mahoma y a la Macarena, pues los dos empiezan por Ma.
Después rescatan al hermano y, una hora después, a la madre. Rescatar es una palabra tan bella: desenterrar, revivir, renacer, resucitar. Porque la bandera más bonita de todas es la bandera de la vida, pero si te digo la verdad, de pronto es como si todo hubiera valido la pena: un país entero, un ejército, un gobierno, la civilización, todo por dos niños y su madre en brazos de un soldado español con una eñe que no entra por el paseo de la Castellana, qué quieres que te diga, y una UME, que es ya una letra en sí misma, flamenca, heroica, sabia y rebonita. Lo dijo mi Margarita Robles cuando arengó a los soldados en su despedida: «Con que salvéis una vida, es suficiente». Pues salvaron a tres.
La vida es extraña en cuanto depende de que una mañana bostece el Planeta. Llamamos hogar a esta enorme roca lanzada al hiperespacio que gira sobre sí mismo a miles de kilómetros por hora y que esconde en su interior una bola de magma incandescente. Nos vamos a dormir sobre la quietud de la Tierra como si la Tierra se estuviera quieta. Y, sin embargo, se mueve.
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