Impuestos
Una política fiscal abocada al fracaso
A expensas de un ulterior cambio de criterio del Gobierno, lo que no sería extraño en absoluto, el anunciado incremento presupuestario para 2019 va a depender mucho más de la ampliación del déficit público, es decir, de la deuda, que del aumento de los ingresos fiscales. Así se desprende de las dificultades que está encontrando Pedro Sánchez para armonizar posiciones tan dispares en materia económica como las que mantienen los nacionalistas catalanes y los populistas de izquierda, cuyos votos son imprescindibles para superar el trámite parlamentario de los PGE. Si bien las negociaciones en curso están en una fase embrionaria, tal y como ha manifestado el secretario de Organización de Podemos, Pablo Echenique, al referirse a la propuesta de cargar la mano impositiva sobre quienes ganan más de 150.000 euros anuales, las expectativas de mayor recaudación por vía del IRPF sólo supondrían el 0,1 por ciento de los ingresos del Estado –unos 400 millones de euros, según las estimaciones del sindicato de técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha)–, totalmente insuficientes para afrontar el exceso de gasto autorizado por Bruselas, que es de 6.000 millones de euros. Más aún si se confirma el desvío al alza del déficit del sistema de pensiones, que, por si solo, se llevaría dos tercios de ese dinero extra. Por lo tanto, parece evidente que detrás de anuncios como el del «impuesto a los ricos» no hay un objetivo hacendístico, sino un señuelo político que puede distraer a un votante muy marcado ideológicamente, pero que no tendrá efectos en la mayoría del cuerpo electoral. De ahí que frente al posibilismo y el recurso a las soluciones mágicas, que es lo que subyace en el modelo económico de la izquierda radical, no haya más que dos opciones posibles: subir la presión fiscal al consumo –IVA e impuestos especiales–, equiparándola a la de los países de nuestro entorno, pero con el riesgo de propiciar una mayor desacelaración de la economía, o apostar por el crecimiento del PIB y la racionalización del gasto público, es decir, incrementar los ingresos fiscales mediante el fortalecimiento del mercado de trabajo, la mayor competitividad de nuestros mercados y la reducción de las trabas administrativas. Por supuesto, esta última era la estrategia adoptada por el anterior Gobierno y, a nuestro juicio, la mejor vía para el crecimiento. Volver a una política de barra libre presupuestaria, con efectos apenas electoralistas, supone la repetición de un error. Especialmente, cuando empiezan a deteriorarse la mayoría de los indicadores económicos sin que, por el momento, nadie pueda garantizar si responden a una situación coyuntural o, por el contrario, a los heraldos de un nuevo periodo de recesión general. En cualquier caso, el presidente del Gobierno debe ser consciente de que las fórmulas propuestas por sus socios de Podemos, las mismas que han sido ensayadas en Venezuela, tienen efectos empobrecedores, puesto que desincentivan a los sectores productivos y rompen las reglas del libre mercado y de la competencia. Ayer, el líder del Partido Popular, Pablo Casado, advirtió al Gobierno contra la tentación populista y animó a Pedro Sánchez a que aprovechara la recuperación económica para amortizar deuda, cumplir con el déficit y profundizar en la reformas de nuestro modelo económico. No se trata, por supuesto, de que el PSOE renuncie a proponer un proyecto presupuestario propio, pero este no puede someterse a las exigencias de unos aliados de censura que viven fugados de la realidad. Es lo mismo que reza para sus otros socios, los nacionalistas, ante la exigencia del derecho de autodeterminación. Al final, los hechos se impondrán y Pedro Sánchez tendrá que asumir su debilidad parlamentaria y la conveniencia de convocar elecciones.
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