Tesis de Pedro Sánchez
Tesis y antítesis de Sánchez
El curso político podría haber empezado con un debate sobre la Educación en España, tema medular para cualquier país que quiera prosperar sobre bases sólidas, aunque hubiese sido simbólicamente, pero, a falta de ello, hemos tenido uno sobre la formación académica de nuestros líderes y, más concretamente, sobre la validez de sus posgrados, másters, el interés científico de las tesis doctorales y la obsesión por el brillo curricular. Son síntomas de los nuevos tiempos, la de una generación –la mejor formada nunca, dicen– que, a falta de validarse en el mercado de trabajo, acumula créditos, muchas veces poco meritorios. El pasado día 11 dimitió la entonces ministra de Sanidad, Carmen Montón, por sus irregularidades en un curso de posgrado: gran parte de su trabajo de fin de máster era plagiado. Se desmontaba así de manera estrepitosa toda la estrategia que el PSOE había montado para debilitar al nuevo líder del PP, Pablo Casado, acusándole de la misma irregularidad, cuando en nada tienen que ver ambos casos: el presidente popular no cursó un máster, sino un curso de doctorado con trabajos de asignaturas y evaluado con nota. No es lo mismo, pero todo vale. Una exageración fabricada desde el Gobierno acabó volviéndose en su contra exactamente con las mismas armas: exigir ejemplaridad absoluta a los demás cuando tú no la puedes mostrar. La tesis doctoral leída por Pedro Sánchez a finales de 2012 presentaba llamativas coincidencias con un informe del Ministerio de Industria publicado anteriormente que debían ser explicadas. Sánchez no quiso. Sobre que dicho trabajo académico («Innovaciones de la diplomacia económica española: análisis del sector público, 2002-2012») tenga interés o no puede ser opinable, pero la última palabra la tiene el tribunal que la juzgó –y otorgó el «cum laude»–, y sólo puede quedar en entredicho el prestigio de la universidad y, por supuesto, el de su autor. Desde Moncloa se argumenta que un 13 por ciento de la tesis coincide con otros textos –sin entrecomillado, voluntariamente copiados o autoplagiados–, un nivel mínimo según los estándares, una vez pasados los filtros de dos programas informáticos especializados. Está claro que este es un tema que le preocupa al Gobierno porque la imagen de Sánchez sale dañada y porque sus cien días en la Moncloa quedan seriamente desdibujados entre dimisiones –van dos, más una directora general– y continuas rectificaciones. Sólo así puede entenderse las inaceptables acusaciones vertidas ayer por la portavoz Isabel Celaá a los partidos de la oposición: decir que su intención es la de «abatir» al presidente del Gobierno no es la expresión más adecuada, ni «atacar» o «acosar personalmente». Sánchez tenía que haber puesto de dominio público su tesis y no abrir todas las especulaciones. La oposición tiene la obligación de reclamar al presidente que cumpla con lo dicho: Sánchez quiere claridad en la política, pero sólo cuando la puede exigir a sus adversarios. No ha sido claro en la gestión de un asunto que sigue presentando zonas oscuras y, a continuación, acusarles de instigar una campaña contra su Gobierno. Habría que recordar lo que el anterior Ejecutivo tuvo que soportar y cómo se gestó su caída a través de la moción de censura. Celaá demostró ayer que tiene una doble vara de medir: la que aplica al Gobierno y la que aplica a la oposición. Por último, como ministra de Educación, la portavoz añadió un comentario algo pintoresco refiriéndose a la tesis de Sánchez: «Es la primera vez que un presidente de España es doctor». No sólo es el síntoma de la obsesión curricular actual, sino que pone en duda la formación de Suárez, González, Aznar, Zapatero y Rajoy, además de sobrevalorar su inteligencia política. Y, en honor de la verdad, Leopoldo Calvo Sotelo sí era doctor, además de interpretar a Mozart al piano.
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