Cataluña

Entre Crimea y Cataluña

Para los europeos, la conmemoración de los cien años de la I Guerra Mundial es más importante que los trescientos de la caída de Barcelona en 1714 ante las tropas del Felipe V, hecho fundacional de la versión más romántica del nacionalismo catalán. Sobre todo por una cuestión: la Europa actual está más marcada por lo que supuso una guerra devastadora en la que la ambición nacionalista acabó creando pequeños estados donde alojar pueblos artificialmente diferenciados, que una Guerra de Sucesión entre casas reinantes. Entre 1914 y 1917 se fraguó el gran desastre que concluiría en Auschwitz. El azar –o no– ha querido que el referéndum que preparan los nacionalistas catalanes para decidir la secesión de Cataluña coincida con el último rebrote de nacionalismo procedente de las cenizas de aquella guerra que fabricó a sangre y fuego la quimera de que a cada pueblo y a cada lengua le corresponde su propio Estado. Cataluña no tiene nada que ver con Crimea, sólo en un hecho fundamental que es, en definitiva, la única frontera que las democracias deben custodiar con celo: el cumplimiento de la Ley y el respeto a la integridad nacional. Rusia ha ocupado militarmente Crimea con el argumento de que está poblada mayoritariamente por rusos, y consumar, por lo tanto, su separación de Ucrania tras la última crisis. Para legitimar esta anexión ha forzado un referéndum, en contra de la legalidad internacional. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas declaró que la consulta que se celebra hoy «no puede tener validez». Rusia, que es miembro de dicho Consejo, ha vetado la resolución, pese a contar con los votos a favor de 13 de los 15 estados miembros (China se abstuvo). A Putin sólo le queda la fuerza, que ha empleado y empleará si es necesario. Artur Mas también ha convocado un referéndum para el 9 de noviembre, una atribución que no le concede el Estatuto de Autonomía (a la carrera quiere aprobar una ley de consultas) pero que él se ha otorgado con el argumento de que es un deseo de la «voluntad popular». Pero que, en definitiva, es ilegal. La ambigüedad nacionalista le ha llevado a decir que «sacará las urnas a la calle», espectáculo que puede hacer a riesgo de dejar en ridículo la institución que representa, pero que no tiene ninguna validez. El nacionalismo ha querido internacionalizar el «caso catalán», pero sólo ha encontrado el rechazo de Europa, cuyas instituciones políticas han sido claras: la secesión de una parte de un Estado miembro de la UE supone el abandono de ésta. La insistencia de Mas en no reconocer este hecho sólo sirve para profundizar en el error. Cuando el nacionalismo catalán afirma alegremente que no es cierto que las fronteras de Europa sean inamovibles, está diciendo una verdad a medias, que es peor: siempre que se han cambiado es con la sangre de sus ciudadanos. Esperemos que no se repita en Crimea.