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Navarra

El odio que sembró ETA sigue ahí

La Razón La Razón

Ha transcurrido un lustro desde que la banda etarra, derrotada policial, judicial y socialmente, anunciara su renuncia a las armas. Cinco años en los que el Gobierno español se ha mantenido firme frente a los cantos de sirena de una «internacional pacifista» que siempre está al lado de los verdugos cuando éstos, eso sí, se reclaman de izquierda, y frente a los intentos del progresismo patrio de abrir una vía negociadora con los terroristas, que supondría dar carta de naturaleza política a la violencia terrorista. Ciertamente, y pese a todas las presiones, el Ejecutivo ha recibido el apoyo, a veces demasiado silente, de la inmensa mayoría de la sociedad, con las asociaciones de víctimas como punta de lanza en ese combate moral contra la manipulación de los hechos y la reescritura torticera de la Historia. Nada que no estuviera ordenado por nuestras leyes, ningún gesto que pudiera interpretarse de benevolencia se ha hecho a ETA desde las instituciones del Estado, por más que en algunos sectores se haya podido interpretar así. Sobre la mesa siguen vigentes las mismas condiciones de hace cinco años: disolución de la banda, entrega de las armas, colaboración con la Justicia, cumplimiento de las penas y arrepentimiento del mal cometido. Y sin embargo, pese a la derrota de los pistoleros, aún existen en el territorio español lugares sometidos al miedo y a la extorsión de ese mundo etarra que no se resigna a desaparecer por el sumidero de la Historia, como otros tantos movimientos totalitarios y asesinos surgidos en el pasado siglo XX. Sí, hay lugares en el País Vasco y Navarra donde el ejercicio de la libertad, el básico derecho a mantener una opinión propia lleva aparejado el acoso, la calumnia y la amenaza de quienes intentan imponer la secesión de una parte de España y predican ideologías marxistas de triste recuerdo. Por ello, sin tratar de desvirtuar el extraordinario triunfo de la democracia española frente al terror, conseguido dentro de la Ley, sin quitar el menor ápice de valor a la derrota etarra, hay que reconocer y asumir que no es posible hablar de una victoria completa y definitiva sobre la violencia y el fanatismo. Y esta victoria no será posible hasta que la sociedad española, con sus instituciones políticas y sociales a la cabeza, sea capaz de trasmitir a las actuales generaciones y a las venideras el relato fiel de lo sucedido, que no es otro que el ataque sistemático de un grupo separatista de raíz marxista a la vida y la libertad de los ciudadanos para imponer sus condiciones políticas. En este sentido, es paradigmático lo ocurrido ayer en la localidad navarra de Alsasua, donde cuatro víctimas del terrorismo hicieron frente a una horda de proetarras, porque se enmarca en ese desafío pendiente de la democracia española, que es impedir la apropiación de la verdad por parte de los asesinos. Porque no es sólo la burda mentira y la propaganda sectaria lo que más daño causa al cuerpo social; ni siquiera la siembra permanente del odio sobre unas capas de población automarginadas y, en muchos casos, iletradas. No, el mayor obstáculo se encuentra en la actitud de unos partidos políticos, nacionalistas y populistas de izquierda, que toleran, cuando no apoyan, las acciones del brazo político de ETA, Sortu, siempre a caballo entre su presencia en las instituciones y la agitación callejera. Mientras haya representantes políticos dispuestos a relativizar los principios democráticos y los derechos humanos por razones ideológicas, mientras prime el rédito partidista frente a la verdad y la justicia, ETA no habrá sido vencida.