Manuel Calderón

Un laboratorio de ideas que echaba humo

En la vida personal como en la política, parece que en Adolfo Suárez todo es transición, el trance de un estado a otro despojándose poco a poco del peso del pasado hasta desaparecer. Como tantos otros políticos de relevancia, no ha dejado unas memorias para enmendar los enredos historiográficos en los que ahora chapotean los guionistas de las series de televisión o reporteros de ficción. Después de todo, Suárez había confesado a sus colaboradores más íntimos que nunca se había leído un libro entero, como tantos. Sin embargo, en su discurso del 9 de junio de 1976 en defensa de Ley de Asociaciones Políticas acabó citando a Antonio Machado, pero sin decirlo por no dar pistas: «Hombre de España; ni el pasado ha muerto,/ni está el mañana –ni el ayer– escrito». Fue a pesar de esos versos un hombre de acción: no se metió en política por confirmar si España podía ser liberal o socialdemócrata. Su laboratorio de ideas era un paquete de Ducados. De todas las operaciones más audaces que se le atribuyen hay una de gran trascendencia y actualidad: la restauración de la Generalitat de Cataluña. O dicho de otra manera: el injerto de una institución republicana en la Monarquía parlamentaria que daba sus primeros pasos. No fue poco. De nuevo el trance de lo viejo hacia lo nuevo. Fue un golpe de efecto que pilló a todos desprevenidos, a los catalanistas primero. Por orden de Suárez, el 26 de noviembre de 1976 el teniente coronel Andrés Casinello –jefe de lo que luego sería el Cesid– se entrevista en Saint-Martin-le-Beau con Josep Tarradellas, un veterano republicano que representaba con dignidad monacal la institución de la Generalitat en el exilio. Meses después, volaba en un jet prestado hasta Madrid en compañía de Carlos Sentis para entrevistarse con Suárez. El encuentro no fue bien, pero ambos dijeron lo contrario: que había sido un éxito. Sabían que aquella historia no podía acabar mal. ¿Quién sería hoy capaz de viajar en ese avión?