Rock
Springsteen, el más grande
Bruce Springsteen, trovador eléctrico, último titán de una estirpe que desaparece, de cuando los gladiadores del rock and roll eran héroes, publicará su biografía el 27 de septiembre. Antes, el 23, el día de su cumpleaños, saca un disco, «Chapter and verse», que recopila sus canciones más conocidas. También lleva cinco temas inéditos de los comienzos de su carrera, cuando tocaba blues-rock y dormía en una fábrica de tablas de su surf: su mánager de entonces, Tinker West, era el dueño de la factoría. El propio Springsteen, «control-freak» legendario, ha elegido todas y cada una de las canciones. Buen momento para sacudirse el moho de los juicios acríticos y, más allá de la enfervorizada locura de sus giras, recordar las razones por las que el de Nueva Jersey ocupa la centralidad del panteón rock. Jon Stewart, el cómico fabuloso, afilado como una cuchilla, lo describió como el hijo de James Brown y Bob Dylan. Del primero, la efervescencia del gospel y el soul, el apabullante dominio escénico, el directo como una ceremonia catártica; del segundo, la herencia del country y el folk, las historias en claroscuro, las letras/río, las virtudes del poeta sin pedantería o artificio, las novelas condensadas de una América que, en el caso de Springsteen, va de John Steinbeck a Woody Guthrie y de John Ford a Carson McCullers y el historiador Howard Zinn. Decir que raja demasiado de coches sólo desautoriza al ignorante de lo que el automóvil significó en EE UU, la importancia de Chuck Berry, juglar de la autopista y la eterna promesa de movilidad y frontera subyacente al mito del país. Añada la influencia de Elvis Presley, la Creedence Clearwater Revival y las Ronettes, y aunque estemos cerca todavía faltan elementos para explicar lo que siempre resultará enigmático. La suma de raíces, ascendentes y maestros nunca da las razones del genio. Fiel a los postulados clásicos del rock, supo actualizarlos por otra vía a la de las hordas punk, a las que faltaba el elemento negro. Como aquellos, aspiraba a reanimar una música que a mediados de los setenta parecía enferma de elefantiasis y delirios progresivos; a diferencia de los Ramones, Sex Pistols, etc., traía de serie un romanticismo de película de Elia Kazan que luego amplió con una creciente conciencia política y un genuino interés por las dinamos sociales. Aunque sus directos concitarán hipérboles desde la primera noche en la que trepó a un escenario, el meollo de su arte está en sus discos, y especialmente hasta «Tunnel of Love». Desde entonces ha publicado trabajos estimables. Ninguno a la altura de aquellas ígneas obras maestras. Sus giras del 99 a hoy son más un ejercicio de adoración colectiva que un acontecimiento artístico ineludible. Pero incluso ahora, perdido en una pantalla de vídeo, en esos horribles estadios donde debería estar prohibido que alguien celebrara un concierto, es muy capaz de sentarse al piano o rasgar la guitarra acústica y enmudecer a 80.000 personas. Aunque no sea el de entonces –nadie lo es–, todavía conmueve y enamora.
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