Alfonso Ussía
«Muy feo»
Para mí, que el Rey Don Juan Carlos está preparado desde su nacimiento para soportar opiniones desagradables. Su abuela, la Reina Victoria Eugenia, por desavenencias familiares no asistió a la boda de su hijo, el entonces Príncipe de Asturias, Don Juan De Borbón con Doña María de Borbón Orleans. No estuvo a la altura de las circunstancias. Pero sí aceptó ser la madrina de su nieto Don Juan Carlos. Al ver al recién nacido, emitió su opinión. «Es muy feo y sietemesino». Don Juan viajaba a toda prisa hacia Roma y su padre, el Rey Alfonso XIII, llegó con antelación al hospital. Visitó a su nuera, y le quiso gastar una broma a Don Juan. Había nacido un chinito dos horas antes que Don Juan Carlos. Y Alfonso XIII esperó a su hijo, Don Juan, con el chino en brazos. «Aquí tienes a tu primogénito», le dijo mostrándole el bebé oriental. Don Juan se apercibió de la broma inmediatamente, y acudió a la habitación de Doña María a conocer a su heredero. Al abandonarla, le comentó a su padre. «Es tan feo que prefiero al chino».
En menos de una hora, a Don Juan Carlos le llamaron «feo» su abuela y su padre. Creo que los niños lo entienden todo aunque no sean capaces de expresar sus sentimientos. Los seres humanos nacemos feos, y el recién nacido no ofrece pistas sobre su evolución física. No obstante, se dan excepciones. Antonio Mingote fue íntimo amigo de Edgar Neville. En su casa conoció a Isabel, su mujer, que compaginaba su cariño por Edgar con labores de secretaria. Edgar no escribió su formidable comedia «El Baile». Se la dictó a viva voz a Isabel Vigliola en tres o cuatro sesiones. El manuscrito de «El Baile» es taquigráfico y de Isabel Mingote. Edgar, aquel genio, conde de Berlanga del Duero, tuvo un hijo ingeniosísimo, Rafael. Cuando lo vio por vez primera en la cuna le comentó a un amigo. «Creo que mi hijo es marica, porque una de las manos la dobla al revés». No falló la intuición de Edgar. Rafaelito Neville fue un homosexual con un talento rápido y luminoso. Movía con exageración las caderas cuando paseaba, y un día, en Málaga, al pasar junto a un andamio en el que trabajaban dos albañiles, uno de ellos le gritó: «¡Adiós, maricón!». Rafael, con elegancia, sin ofenderse, se volvió al grosero y le respondió: «¡Adiós, arquitecto!».
El «feo y sietemesino» evolucionó a bien. Desde la cuna supo que el camino que tenía que recorrer era más de espinas que de rosas. Tuvo una educación estricta, fue un niño feliz en Estoril, y las conversaciones entre Franco y Don Juan en «Las Cabezas» de Ruiseñada y «El Azor» a tres millas de San Sebastián, sentenciaron su futuro. Se encontró en España, con un grupo de inflexibles tutores, y un gran profesor que aliviaba la ausencia de su padre, don José Garrido Casanova, preceptor también de su malogrado hermano el Infante Don Alfonsito. Don Juan Carlos era «Juanito». Exámenes públicos y las Academias Militares. Formación completa con juristas, economistas y políticos. Animadversión profunda de un sector del Régimen, el más cercano a la Falange. Cuando acudía a la Universidad Complutense le decían de todo. Él no se inmutaba. En los periódicos del franquismo, «Arriba» y «Pueblo» le caían diariamente trompazos y desprecios impresos. Tuvo que soportar la durísima prueba de saltar sobre su padre en la cadena dinástica, y aquello fue motivo de ásperas amarguras. Cuando falleció Franco, fue proclamado Rey de España. Pero adquirió su legitimidad histórica cuando Don Juan le entregó el legado de la Historia y la Dinastía en un acto que se proyectó con muy acerada ruindad por parte del Gobierno de UCD. Y aquel niño «feo y sietemesino» se convirtió, al cabo de los años, en uno de los grandes Reyes de la Historia de España.
Los humanos recién nacidos, salvo excepciones, son feos. Algunos sietemesinos. Pero muy pocos terminan siendo creadores e impulsores de las libertades y los Derechos Humanos.