Alfonso Ussía
De la almohada al gallinero
Amparo Illana, la gran mujer de Adolfo Suárez, fue un modelo de discreción durante sus años monclovinos. Sus desacuerdos y protestas no trascendían de los muros del palacio gafe. Cuando Adolfo Suárez se reunía con Santiago Carrillo, antes de sentarse en el comedor con sus hijos, Amparo le preguntaba a Adolfo. –¿Te has lavado bien las manos?–. A la respuesta positiva de Suárez, Amparo insistía. –Pues hazlo de nuevo, por si te ha quedado algún virus de ese canalla–. En familia y en privado se puede decir de todo. Pilar Ibáñez-Martín no padeció durante mucho tiempo el inhóspito palacio de La Moncloa. Y lo hizo como lo que es, una señora de los pies a la cabeza, también discreta y en su segundo plano siempre junto a su marido Leopoldo Calvo-Sotelo, el único Presidente del Gobierno de nuestra democracia que sabía hablar inglés y francés. La mujer de Felipe González, Carmen Romero, atractiva y simpática, le tomó afición a la política y se presentó por Cádiz en una elecciones generales. Obtuvo el escaño, pero no se prodigó en exceso y mantuvo su sitio. Ana Botella no ocultó su gusto por la política, y Alberto Ruiz-Gallardón le animó a formar parte de su candidatura municipal. Al abandonar Gallardón el Ayuntamiento, Ana Botella, primera teniente de Alcalde, se convirtió en alcaldesa de Madrid, y no lo hizo mal. La mujer de Zapatero se dedicó al canto y a no educar a sus hijas, pero no se metió en política, igual que la esposa de Mariano Rajoy, que es un modelo de sensatez pública. Aquí no se han dado bien ni las evitas perones, ni las elenas ceacescus, ni las cristinas pingüinas de Kirchner, ni las cilias primeras combatientes del torturador del Orinoco. Sea recordado que ni Ana Botella ni Carmen Romero fueron colocadas a dedo y capricho. Los votos estaban con ellas.
Y también con Irene Montero, faltaría más. Tengo para mí que Irene Montero es una mujer completísima. Le sobra generosidad y le falta ambición. Suave en su continente y férrea en su contenido. Piel de seda y nervios de acero, como un paraguas. Pero muy celosa. Los celos abren grietas y heridas. Su macho matón, su hombre, la ilusión machirula de su vida, amó en demasía y apasionadamente a Tania Sánchez, el trigo de Rivas Vaciamadrid. Tania, que militaba en Izquierda Unida, con mucho esfuerzo y sin aparentes ambiciones personales, después de asegurar –y punto–, que jamás formaría parte de Podemos, entró en Podemos. Sabía que el corazón del machote deambulaba en las dudas entre ella y la Montero. Poco después se apercibió de su derrota. Irene Montero, con su sabiduría, aplomo, cultura y delicia corporal, le había arrebatado el amor. Y Tania, que es mujer de precipitaciones, se unió a Errejón y perdió con Errejón. Un hombre de verdad, un macho que reconoce públicamente sus deseos de azotar a una mujer, Mariló Montero –¿quizá por considerar que usurpaba el apellido de su amada?–, hasta alcanzar la visión morbosa de su espalda ensangrentada, no es varón misericordioso. Y después de meditarlo profundamente en el lecho, decidió humillar a Errejón, a la Bescansa y fundamentalmente a Tania, su antiguo amor, enviándola al gallinero del hemiciclo patricio y patrio. Ya están juntos en el Congreso, Maduro y Cilia, Ceaucescu y Elena, Kirchner y Cristina, Marcos e Ymelda, Perón y Eva, Perón y María Stella, el amor resumido. Y la pobre Tania, de la almohada al gallinero, de la cercanía sabanera a la andanada de Las Ventas, del beso al desprecio público. Los celos mandan y los resentimientos ejecutan. Él, el líder. Ella, la portavoz. Las miradas lo dicen todo. La pobre Tania en el páramo, y la catedrática junto al líder. Una historia de desamor, que a mí, personalmente, me hace llorar.
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