Tribuna

Las bombas atómicas de la Biblia

Las palabras del físico Robert Oppenheimer cuando logró la primera detonación atómica en Los Álamos: «Me he convertido en muerte, en destructor de mundos»

Las bombas atómicas de la Biblia
Las bombas atómicas de la BibliaBarrio

Hace unos días caí en la cuenta de algo perturbador. Tenía que preparar una intervención para el programa «Cuarto Milenio» sobre el episodio bíblico de la destrucción de Sodoma y Gomorra –el que narra el capítulo 19 del Génesis–, cuando un pequeño detalle me hizo saltar del sofá. Las Escrituras cuentan que dos enviados de Yahvé se acercan a casa de Lot para advertirle de que la región va a ser devastada. Describen sus esfuerzos por encontrar algunos hombres justos que les permitan aplacar la ira de Dios, pero ante la imposibilidad de dar con uno solo, ordenan a Lot y a su familia que abandonen el lugar. «No miréis atrás», les advierten. Entonces ocurre lo imposible: cuando creen estar a salvo y comienza a llover «azufre y fuego del cielo», la esposa de Lot se vuelve para contemplar la destrucción y perece en el acto, convirtiéndose en estatua de sal.

Fue el profesor de matemáticas Matías M. Agrest, un reputado científico bielorruso de los tiempos de la URSS, el primero que argumentó que ese «cuento» no es sino la metáfora de un ataque nuclear. Agrest sabía que la región en la que ocurrió coincide con el actual Mar Muerto, una de las latitudes más estériles de la Tierra. Como el incidente tuvo lugar hace más de tres mil años, sugirió que Yahvé y sus emisarios debieron ser visitantes muy avanzados, quizá de otro planeta, que por alguna razón quisieron castigar a Oriente Medio.

Pero no fue ese el detalle que me inquietó. Lo perturbador iba más allá del texto y tiene que ver con nuestra geopolítica: el moderno Israel posee hoy el tipo de armas que podrían replicar una destrucción así.

Son solo nueve las naciones que disponen de arsenal nuclear en el mundo, y curiosamente un tercio de ellas cuentan, como Israel, con mitos antiquísimos que hablan de armas de destrucción masiva. ¿Coincidencia? Un caso elocuente es el de India. Sus textos más antiguos son los Vedas («el saber»). Se estima que tienen cinco mil años, y en ellos pueden seguirse las aventuras de héroes y dioses. En el Mahabharata, en el Baghavad Purana y en el Ramayana se describe cómo sus divinidades se desplazaban a bordo de «Vimanas» o naves voladoras. Entre los cien mil versos del primer título se encuentran hasta cuarenta y un pasajes en los que se las dibuja al detalle. Son vehículos que flotan gracias a un combustible destilado del mercurio, que generan un sonido armónico al desplazarse y que en ocasiones transportan armas terribles. A una la llaman «la maza de Bhima», que es capaz de «incendiar el viento» y de dejar los campos estériles. Otra es la «gandiva», una flecha que destroza ejércitos enteros y que termina llevando al héroe Arjuna a implorar a Krishna que no la use jamás. Fue su lectura la que inspiró las palabras del físico Robert Oppenheimer cuando logró la primera detonación atómica en Los Álamos: «Me he convertido en muerte, en destructor de mundos», dijo. El padre de la bomba nuclear acababa de leerlas en el Bhagavad Gita.

Pero, ¿de verdad alguien desencadenó horrores atómicos en un pasado remoto?

En septiembre de 2021, un equipo de veinte científicos de la Universidad Southwest Trinity de Nuevo México publicó en los Scientific Reports de la revista Nature, un informe de 64 páginas con los resultados de las quince campañas arqueológicas que habían conducido al sur del Mar Muerto. En territorio de Jordania, a solo 50 kilómetros de Ammán, encontraron los restos de una colosal ciudad de ladrillo a la que llamaron Tell-el-Hamman. Sus murallas llegaron a alcanzar los diez metros de alto y los cuatro de grosor; dispuso de templos y plazas y fue la capital de un centenar de aldeas de la zona. Al explorar los estratos correspondientes al año 1650 a.C., descubrieron que sus adobes y tejas habían sido literalmente vitrificados por una tremenda fuente de calor. No sabían a qué atribuirla. Era mucho más intensa que un incendio normal. Los huesos humanos de ese período parecían de tiza y acusaban los síntomas de haber sido derribados por una fuerte onda expansiva. Enseguida sugirieron que Tell-el-Hamman pudo haber sido la bíblica Sodoma, y apuntaron que la causa de su destrucción –y su abandono durante más de seis siglos– fue la explosión de un cometa sobre la región, a unos cuatro kilómetros del suelo. Según ellos, eso explicaría dos cosas: las enormes temperaturas y los vientos hipersónicos que hirieron el lugar… y la falta de radiactividad.

En efecto: para ese equipo, a Sodoma no la derrumbó una bomba sucia sino un fenómeno natural que actuó como una suerte de superarma térmica.

En Pakistán, otro de los países de nuestro fatídico club armamentístico atómico, descansan las ruinas de Mohenjo Daro («el montículo de la muerte»). Se trata de una urbe contemporánea a Sodoma en la que también se han recuperado piedras derretidas por un calor enorme de origen desconocido. ¿Otro cometa, esta vez a cuatro mil kilómetros de distancia del primero?

Tanta profusión de historias me deja meditabundo. Aunque vivimos en la sociedad de la información y hacemos notables esfuerzos por documentarlo todo, debemos reconocer que seguimos a oscuras sobre lo que hay o no de verdad tras las catástrofes de los textos sagrados. Esas que Oppenheimer leía como si fueran una anticipación a nuestros tiempos terribles.

La pregunta es, ¿deben interpretarse como avisos de nuestros ignorados antepasados? Da miedo solo de pensarlo.

Javier Sierraes premio Planeta de novela y autor de «En busca de la Edad de Oro».