Quisicosas

La belleza de lo relevante

Las inundaciones han unido a las personas en una solidaridad inesperada, donde el dolor compartido revela lo esencial de la vida y deja atrás lo trivial.

La casa de Paco ha sido en las inundaciones como el metro, que entraba y salía gente incesantemente, para acompañar y esperar que apareciese el cuerpo de Juanito, como una ola humana que acalorase el zaguán, la salita, el patio. Cuando apareció el cuerpo, entró una chica del pueblo a dar el pésame. Después de agradecérselo, Paco le preguntó cómo estaba. «En la calle», contestó con serenidad, no le quedaba nada, la ola se había llevado su casa. Y, sin embargo, de los dos, ella era la afortunada. Ese es el nivel. En torno a las inundaciones se da una vida intensísima, que se diluye en la existencia habitual. Compartir el pan en plena calle, en las cocinas improvisadas por la generosidad –paellas, calderetas, bocadillos–, palear el barro codo con codo, sufrir juntos, sitúa frente a frente de otra manera. Ya no importa la guerra política, el color ¿qué más da, si el otro te echa una mano? Tampoco el pasado o el futuro se imponen en las cavilaciones, el presente se yergue poderosísimo y despeja conjeturas o anticipaciones. En estos días he visto la eficacia de una abrazo, de un rostro humano al que cotidianamente, en el tráfago diario, ni atenderíamos.

Cuando desaparecen seres queridos o se anegan las casas, cambia el orden de las preferencias. Ya lo explicó Víktor Frankl. Me pasó también cuando un hijo mío estuvo a punto de morir. Dejé de trabajar (yo, que no sé lo que es una baja), pasé a vivir al filo de su cama y no me importó nada. La carrera, la consideración ajena, me daban igual. Cabría pensar que fue por el susto, pero hay algo más, una verdad en todo esto. Como si la rutina nos fuese convenciendo de la relevancia de menudencias, hasta hacernos insensatos. Una compra, un peinado, un ascenso, un éxito o un fracaso, nos pueden ocupar horas, días, y enlodarnos en desvelo.

Cabe la posibilidad de que lo relevante se nos esté escapando. Que el valor de la persona nos pase desapercibido, que aquello en lo que merece la pena invertir la existencia apenas reciba nuestra atención mientras la vida se escapa. En la tragedia, la necesidad se troquela de otra manera, el aliento ajeno y propio son el regalo más preciado, cada uno es un tesoro, el tiempo vuelve a ser oportunidad. Puede sonar impúdico, pero estos días en Albacete y Valencia han sido un regalo. Han nacido amistades, he reconocido lo crucial, he respirado más intensamente que en muchas jornadas aparentemente dichosas.

Me entra vértigo al pensar que, tal vez, un hecho dramático y doloroso, que uno desearía extirpar de inmediato, es la forma misteriosa en que somos conducidos a sentir, por una vez, lo que esencialmente necesitamos, aquello para lo que estamos hechos.