Agricultura
El fin de una época
Los dueños de las tierras no viven ya sobre el terreno. Las tareas tradicionales, desde la siembra a la recogida de la cosecha, han desaparecido
Los campesinos se han ido en silencio, «víctimas de un etnocidio de rostro amable», como dice Marc Badal en «Vidas a la intemperie». Conviene tenerlo en cuenta al observar los movimientos políticos en la España vaciada y las primeras muestras de interés de las autoridades públicas en poner algún remedio a los escandalosos desequilibrios regionales y al problema de la despoblación. Llegan un poco tarde. Se encuentran, cuando han querido darse cuenta, con que el mundo campesino tradicional ha desaparecido. Esta fractura histórica ha sucedido en un período de tiempo sorprendentemente breve.
En los pueblos que sobreviven, la actividad agraria ha dejado de ser el eje del entramado social. Se impone la mecanización e industrialización del campo. El «negocio» se maneja desde oficinas lejanas con un ordenador, mientras en el ámbito rural prolifera, si hay suerte, la economía de servicios. Los dueños de las tierras no viven ya sobre el terreno. Las tareas tradicionales, desde la siembra a la recogida de la cosecha, han desaparecido. Los viejos molinos, las rumorosas aceñas junto al río, están abandonados, las artesas en las casas, arrumbadas y los hornos de pan, apagados. Pocos vecinos siguen cultivando el huerto familiar.
Los supervivientes de edad provecta pasan las horas muertas ante el televisor. Para los escasos jóvenes que quedan el trabajo y la diversión están en la ciudad cercana. Hay un constante trasiego de coches. Los viejos residentes se encuentran en la calle con vecinos desconocidos con los que casi ni se saludan. Apenas quedan ya en el pueblo familias numerosas, que fueron la base de la socialización del campo. Las familias van quedando atomizadas como las de la ciudad, pero mucho más envejecidas. La irresistible atracción del piso sigue prevaleciendo, a pesar de la pandemia, sobre la casa de siempre. El trabajo productivo y la esfera doméstica –dice Marc Badal– ya no son indisociables. Igual que en la ciudad, todos van de casa al trabajo y del trabajo a casa.
La magnitud de esta transformación histórica del campo salta a la vista. Los tentáculos de la ciudad se han apoderado, para bien o para mal, de la vida de los pueblos, y la revolución tecnológica, que no ha hecho más que empezar, producirá en poco tiempo cambios inimaginables en la ya difuminada relación campo-ciudad. De momento queda el consuelo de que la colonización urbana aún no es completa. Todavía hay más silencio y está más cerca la Naturaleza, aún se siente en el pueblo el paso de las estaciones y aún permanece la memoria de las generaciones anteriores bajo las piedras, entre las ruinas.
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