Quim Torra
El increíble hombre-pancarta
Lleva dentro un CDR, el apreteu y hasta a Carles Puigdemont con el pelazo y la huida a Waterloo con los escoltas.
Hay hombres-bala y hombres-pancarta. En el Museo de Historia de Cataluña han colgado finalmente la de Torra, que es el gran hombre-pancarta. Torra vive en un continuo rubor, un azoramiento y un qué sé yo. A cada rato le prende esta especie de calor, una «processó» que va por dentro, que digo yo que será eso del ardor patrio. Por eso se le dibujan dos coloretes en las mejillas que resultan encantadores y que lo mismo sirven para guiar el destino de los pueblos hacia la libertad que para volver de correr un 10K. Tiene Torra ese fuego que se le presiente como un río de lava que no se sabe muy bien ni por dónde va, ni a qué responde.
En la foto viene Torra pasando a la historia y preguntándose algo, o sintiendo algo que no puede expresar, quizás se trate de una una certeza inconfesable. Al ex-president le fluyen emociones. Le asoman a veces cuando se entristece, cuando se enfada y cuando lo que sea que toque. Lleva dentro un CDR, el apreteu y hasta a Carles Puigdemont con el pelazo y la huida a Waterloo con los escoltas. A veces se nota que lo posee y entonces le da vida y acentillo como el de José Luis Moreno cuando hacía hablar a Monchito. El juego catalán es una muñeca matrioska en el que dentro de Artur Mas estaba Puigdemont, dentro de Puigdemont estaba Torra y dentro de Torra había una pancarta que pedía libertad para los políticos presos. ¡Oh, Torra, galleta de la suerte! Con el tiempo sabremos si será recordado por colgar esa pancarta en contra del dictamen de la Junta Electoral Central o por retirarla por orden de esa misma Junta Electoral Central, que no es lo mismo. Es la pancarta de Torra una suerte de oreja de Van Gogh, de la que siempre anda uno preguntándose a qué oreja se refieren: si a la que se cortó o la que se dejó.
La República Catalana vino a durar ocho segundos y yo creo que hay gente que en ocho segundos vive una vida entera. Desde entonces, el sueño de la independencia se fue haciendo cada vez más pequeño, más etéreo, más simbólico. Sin fronteras, sin hacienda, sin el ruso de los 200.000 millones de euros y sin un solo país que reconociera la entidad de la nación recién nacida, la Cataluña independiente se vino a convertir en una entelequia de pasado, presente y futuro simbólicos representados por objetos también figurativos. Anduvieron un tiempo rindiendo homenaje a un bolardo de la calle que arrancaron los mozos de escuadra cuando el registro de la sede de Unipost. En agosto del pasado año, una comitiva de los CDR se reunió en el lugar con las antorchas, los ramos de flores y la rabia de los pueblos oprimidos a rendir un homenaje al primer poste caído por la independencia de la república catalana. Le pusieron las flores al bolardo que no era; si se equivocó la paloma, a ver por qué no iba a poder equivocarse el CDR.
Así que habiendo una cofradía del Santo Bolardo, la república no existía, gritó el policía, y no existía porque era un imposible o bien porque era un lío del que desistieron sus dirigentes llevados por una pereza casi española. Cataluña libre del yugo de España se fue haciendo cada vez más leve y más interior y fue jibarizándose hasta quedar reducidas sus fronteras al balcón del Palau de la Generalitat en el que Quim Torra colgó la dichosa pancarta que poco después habría de retirar. Esa es la historia.
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