Angela Merkel
Las chicas de oro
Angela Merkel, Hillary Clinton, Thatcher... De la derecha a la izquierda es el «color» del poder, la autoridad y la coquetería, en clave femenina.
Ser rubia y con mechas es la aspiración de las mujeres morenas que se dedican a la política. Lucir una melena entreverada de distintos rubios ya no es patrimonio de la pijas ni de las mujeres sexy, como cantaba Rod Stewart, sino de cuantas sueñan con lograr el estrellato, sea éste político, profesional o artístico. Excepto Penélope Cruz, Sofía Vergara y Conchita Wurst, que se han mantenido contra viento y marea con su melenaza color azabache por encima del resto del estrellato hollywodiense, y hasta han triunfado con barba.
¿Hubieran conseguido un puesto de relevancia en la política si hubieran seguido siendo morenas políticas internacionales como Angela Merkel, Hillary Clinton o Margaret Thatcher? El caso más próximo es el de la andaluza Susana Díaz. Pregúntenle si siendo morena, color ala de mosca, hubiera dominado el politiqueo andaluz. Seguro que responde que sí, pero fijo que miente.
Es evidente que el pelo negro realza las facciones más duras y dominantes de la persona, mientras que el pelo rubio, ya sea en su faceta de rubio platino o rubio californiano suaviza los rasgos y le da al rostro una luminosidad que suele entenebrecer la melena prieta. Esa es, sin duda, la razón por la que las mujeres morenas suelen ir decolorándose el pelo a medida que se hacen mayores para disimular el envejecimiento, las canas y ciertas arrugas faciales que una buenas mechas y una melena corta pero ondulante disimula con donaire.
Pero el color rubio, la decoloración y las mechas no suavizan el carácter dominante de las políticas, sólo lo disimulan de cara a las campañas electorales y las ruedas de prensa. ¿Se figuran a Angela Merkel morena y tonante, escupiendo sapos y culebras contra la política del latin lover Varufakis? Parecería Ada Colau. Pero con su pelo rubio doncel puede disimular su fiera dureza bajo una capa de sosegada bondad y cantarle, envueltas en guante de seda, las verdades del barquero.
Ese fue el caso de la Primer Ministro británica Margaret Thatcher, inicialmente una morena tímida y acomplejada por sus padres, que a medida que fue decolorándose el pelo fue aumentando su autoestima y la valoración de sí misma en ese gallinero de la política de machos que dominaba Gran Bretaña en los años 60, hasta alcanzar el estrellato convertida en completamente rubia y nimbada con reflejos dorados. Siguió siendo la «dama de hierro» sin esconder su fiereza, pero no inspiraba el mismo rechazo, excepto para la izquierda antifemenina, esa que siempre vio en ella un virago y no la entronización de una mujer que triunfó por sus propios méritos con la ayuda de un buen tinte.
El caso de Hillary Clinton es sintomático. No es que fuera morena, pero su pelo castaño podía tener reflejos dorados bajo el sol, pero nunca fue una rubia canónica. Fue tiñéndose a medida que sobresalía en el mundo de la política del Partido Demócrata y transformándose en una rubia con mechas estilo Meg Ryan, hasta conseguir llegar, por marido interpuesto, hasta la misma Casa Blanca como Primera Dama de Estados Unidos.
Ser rubia ayudó a Hillary Clinton a conseguir aupar a su marido y más tarde triunfar por sí misma. Con su pelo un tanto ratonero jipi nunca lo hubiera conseguido. Tampoco Bill Clinton, hasta que las canas le dieron un aire de dignidad que ni siquiera el vestido azul manchado de la peligrosa morena Mónica Lewinsky le pudo quitar del todo.
En España, con un porcentaje de morenas tan alto como rubias en Suecia, era normal que durante el desarrollismo los chicos quisieran ligar con rubias vikingas. Eran el sueño de su represión. Por entonces, ser rubia no estaba al alcance de todas las mujeres hispanas. Sólo las artistas como Carmen Sevilla, con su moreno zaíno, pudo transformarse en rubia, como modelo del desarrollo de la españolidad en los años 60.
Ya en los años 70, en el mundo de la política solamente eran rubias con mechas las políticas de AP, luego PP. Signo inequívoco de pertenencia de clase. Las mujeres socialistas las envidiaban pero temían que el tinte, las mechas y el pañuelo de Loewe decoloraran su inarrugable ideología de izquierdas. Pensaban que las rubias eran tontas. Hasta que Esperanza Aguirre les hizo perder el miedo. Hoy todas son rubias hasta la morenaza de Carmen Alborch, que ha ido del negro al amarillo pasando por el rojo ígneo y el calabaza bermellón, siguiendo el mismo itinerario multicolor de Sarita Montiel.
Por último, quedan esas políticas que podríamos calificar de muñecas diabólicas, las novias de Chucky, que con su tinte rubio y los rasgos suaves ocultan un alma tan mala como el comunismo. Ningún partido de izquierda a derecha tiene la exclusiva. Ya lo dijo Corinna zu Sayn-Wittgenstein —no confundir con el filósofo—, que «ser rubia y mujer es una combinación complicada». Pues a ella no le ha ido mal.
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