La columna de Carla de la Lá
Las redes, la esclavitud de la clase media
Los megustas nos convierten en algo así como mascotas saltarinas intentando llamar la atención de un amo displicente que nos refuerza intermitentemente.
La mayor parte de los individuos vivimos el siglo XXI a través de las pantallas y smartphones, comprando y trabajando por internet y nos relacionamos cada vez menos de manera “presencial” (esta palabra es aterradora precisamente porque señala la singularidad y extrañeza que produce hoy en día el modelo cara a cara); sin embargo, parece que la élite internacional persigue la vuelta a la vida offline, ha desechado los teléfonos inteligentes, se ha dado de baja de las redes y prefiere que sus hijos estudien en escuelas “naturales” donde el papel de internet sea reducido a lo mínimo.
Lo que está claro es que Internet y las redes sociales son, y buenos o malos, no se van a marchar; y ya no por la mayor o menor adicción o necesidad que tenemos de ellas sino porque son un formidable instrumento de comunicación que además mueve billones de dólares. ¿Qué hubiera sido de nosotros en la era Covid sin ellos?
Las Redes Sociales, tal como dice el documental de moda* no fueron creadas para volvernos locos, dependientes y ansiosos, sino para hacernos felices, y el botón de “Me gusta” no se inventó para contender, sino para halagar y confraternizar.
El problema es que estas inmensamente sugerentes empresas digitales, se han desarrollado en el esquema llamado por los expertos de la “Extracción de la atención” sin control alguno interno ni externo que proteja a los usuarios; se mueven por el principio del beneficio por encima de todo, donde está claro, por si alguno lo duda todavía, que el producto a la venta somos nosotros y más concretamente nuestra atención.
El otro día pasé por delante de una docena de albañiles que descansaban sentados en un bordillo almorzando. En otra época hubiera cruzado la calle para no soportar sus expresiones de masculinidad y júbilo, pero no fue necesario porque todos, absolutamente todos, estaban al móvil. Ni me vieron, pero les aseguro, amigos queridos, que si hubiera pasado Marilyn Monroe en salto de cama o Pedro Sánchez abrazado a Santiago Abascal tampoco lo hubieran visto.
En el documental de Netflix que trata de alertarnos sobre lo que las Redes están haciendo con nuestras vidas, aluden a las películas de los ochenta, distopias donde la Inteligencia Artificial dominaría al hombre en forma de un robot o de un señor indestructible tipo Terminator, sin embargo, la Inteligencia Artificial ya domina el mundo a través de nosotros, de nuestras almas.
Es como todo. ¿Cuántos vasos de vino es bueno beberse a la semana? “El alcohol me ha dado más que me ha quitado” decía Churchill. Las redes sociales dan mucho: compañía, diversión, información, negocio... Pero ¿cuántos minutos al día es conveniente invertir en ellas? ¿En qué momento dejan de ser ventajosas y se convierten en un agujero negro por donde se cuela nuestro tiempo, nuestra vida, mientras intercambiamos gilipolleces?
Facebook, Twitter, Instagram, Tik tok… las redes lo tienen claro, somos mucho más rentables babeando frente a la pantalla que distraídos con nuestras vidas al aire libre o alternando con nuestros allegados físicamente. Y, por supuesto, somos más rentables envidiando las vidas ajenas u odiándolas que pensando. El problema, para nosotros _para ellos es la solución_ es que disponen de algoritmos cada día más inteligentes y despiadados, capaces de convencernos de lo que sea, que, para mantenernos enganchados, refuerzan nuestras tendencias compulsivamente, haciéndonos creer que no existe un punto de vista más válido que el nuestro y que no existe otra realidad más verosímil que la que nosotros percibimos.
La verdad ha dejado de tener importancia, pero si usted está en contra de Pedro Sanchez o de Isabel Díaz Ayuso, si cree que es incondicional del ecologismo, o feminista exacerbada, el algoritmo de las redes lo ha detectado, y le va a cubrir de informaciones que apoyen sus ideas o confirmen sus delirios. Y no solo eso, generará la idea delirante de que todo el mundo (el mundo de bien) piensa así.
Por obra de las Redes sociales cada vez tenemos menos control sobre quiénes somos y sobre lo que creemos. Y de ahí a las sociedades agresivas, polarizadas donde parece que no existen nada más que desavenencias entre los hombres, las mujeres, la derecha, la izquierda, los jóvenes, los mayores, los gays, los heteros, los blancos, los negros… Apenas ya recordamos lo que nos unía, las redes generan intencionadamente desinformación y han dividido el mundo en bandos que ya no se quieren escuchar. Las redes generan odio y trabajan en contra del consenso y de la verdad, o al menos de la objetividad.
Y ¿cuánto tiempo destinamos a meditar, a generar pensamiento? El pensamiento propio, el pensamiento genuino, eso que diferencia a la persona inteligente y moral, eso que separa al hombre del simio requiere tiempo en introspección, y no mímesis. Somos la última generación que sabe cómo se vivía antes de las Redes, antes de vivir a través de un gadget e intuyo que dentro de poco miraremos atrás y nos daremos cuenta de que la forma en que usamos las RRSS hoy es el equivalente al fumar de hace treinta o cuarenta años… Recordemos que la venta de órganos y de esclavos también fue legal en algún momento.
¿Somos esclavos digitales? ¿Debemos abandonar la tecnología? Eso es imposible, además, la tecnología no es la amenaza. El riesgo para la humanidad está en la capacidad de la tecnología para sacar lo peor de la sociedad, y lo peor de la sociedad, ese pozo infinito donde mejor no aventurarnos, es la verdadera amenaza.
La gente con más poder adquisitivo quiere huir de este sistema, que sus hijos jueguen, como ellos, con otros niños y el NY Times sugiere que la digitalización actual va dirigida a la clase media y baja, que la interacción humana real, la vida sin teléfonos se alza ya como un símbolo de estatus.
Confieso que, ante la pantalla, como ustedes, he reído y llorado; la vergüenza ajena es una forma muy dolorosa de sentir empatía. Durante un tiempo las opiniones de los demás, sus cotidianidades y ocurrencias se convirtieron en mi novela preferida, la más trepidante, tragicómica y mordiente, la más incisiva, honesta, divertida, descarnada y rebosante de ternura a la vez.
Después, me resulto un bochorno y me marché, pero volví (lo cual podía constituir un bochorno aún mayor si yo fuera de las que se abochornan).
*El dilema de las Redes sociales.
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